Y en el último trago nos vamos…

“Viva de tanto vivir, viva de tanto amar, viva de tanto gritar que estoy viva como la vida, como el color rojo, como los recuerdos rojos que saben a pan”, escribió Chavela Vargas en 2009. 

Pero anticipó su muerte: 

“En este momento de mi vida, cuando la naturaleza me rodea me dice que me acerco al final, recuerdo a mis amigos y a mi público… que me ha entendido y apoyado y me dio la posibilidad de encontrar lo que de niña busqué: ser reconocida, respetada y amada, tal como soy”.

Miguel Ángel Pineda Miguel Ángel Pineda Publicado el
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Vivió en casa de Diego Rivera y Frida Kahlo. La relación de ellas es doblemente mítica. Nació de la ternura mutua

“Viva de tanto vivir, viva de tanto amar, viva de tanto gritar que estoy viva como la vida, como el color rojo, como los recuerdos rojos que saben a pan”, escribió Chavela Vargas en 2009. 

Pero anticipó su muerte: 

“En este momento de mi vida, cuando la naturaleza me rodea me dice que me acerco al final, recuerdo a mis amigos y a mi público… que me ha entendido y apoyado y me dio la posibilidad de encontrar lo que de niña busqué: ser reconocida, respetada y amada, tal como soy”.

Noventa y tres años después, en el recuento y los saldos de una vida extraordinaria, Chavela Vargas le cumplió a la niña que nació en Costa Rica, y que siendo tan profundamente infeliz y marginada por su propia familia, “regalada como un perro” a unos parientes, le cumplió construyéndose una felicidad a punta de chingadazos, como diría ella.

Nació en 1919, huyo por avión de Costa Rica rumbo a un país llamado México, y llegó aquí a los 17 años. Luego de andar el mundo, cruzar tequilas con princesas árabes, bajarle la novia a políticos y millonarios, volverse, a decir de Almodóvar, una de las voces más dramáticas del siglo 20, junto con Bola de Nieve y Edith Piaf, Chavela fue homenajeada de cuerpo presente, como se dice, en Garibaldi, donde se desgarraron las gargantas de sus admiradores, y en un emotivo Bellas Artes.

Dolor por exclusión

Su vida empezó como un bolero. La madre se fue con un amante y el padre con sus hijos varones. Ella acabó con once primos, repudiada y vista como un bicho extraño. Cuenta en “Las verdades de Chavela” que “no hay dolor igual en un ser humano que el que da la exclusión, el desamparo, sobre todo si ese ser humano es un menor de edad, una niña pequeña y sola como lo era yo”.

Tuvo los arrestos suficientes para buscar a su padre, a quien encontró en San José, para sufrir nuevos desprecios. 

Y conjeturalmente se halló cara a cara con su madre en una calle de la capital costarricense, y ambas se abrazaron, vivieron juntas un tiempo, Chavela le reprochó su amasiato y la madre sus rarezas. 

Fue el adiós, el último vínculo con su país de origen estaba roto. Nada la detuvo. Llegó a vivir a México a una casa de putas y padrotes menesterosos. Una zona roja fue su hogar,  el asombroso nicho del cariño.

Los homenajes

Lila Dows, Tania Libertad, Eugenia León y las voces que se sumaron a las canciones del mariachi que irrumpía en la noche de Garibaldi, fueron el telón de fondo para una despedida que estuvo a la altura de la que se fue, como diría José Alfredo. 

Horas en una fila bajo la lluvia pertinaz, los legionarios de Chavela se tomaban fotos, le gritaban su amor, le dedicaban un trago de tequila y seguían su camino luego de haber pasado frente al féretro cubierto con un sarape rojo y flores arrojadas al vuelo sobre sus restos/leyenda, sobre sus restos/tequila, sobre sus restos/Lesbos, que le merecieron que sobre el féretro le pusieran la bandera arcoíris.

En Bellas Artes “Cruz de olvido” resonó sus coplas: “La barca en que me iré lleva una cruz de olvido, lleva una cruz de amor, y en esa cruz sin fin me moriré de hastío…” y “Tomate esta botella conmigo, y en el último trago nos vamos…Nada me han enseñado los años, siempre caigo en los mismos errores…”.

Las ceremonias del adiós. Y la canción de despedida de la vida de José Alfredo Jiménez, entonándose el “cómo puedo pagar que me quieran a mí con todas mis canciones”. 

José Alfredo y Chavela Vargas, amigos de parrandas en plural que terminaban cuatro días después en el Tenampa, a tal grado, que luego de cinco años de una juerga continua, el dueño de este lugar centro de la identidad nacional, se encontró con Chavela y ella le dijo: 

“Qué le pasó, por qué está tan acabado”. Y él le contestó: “Cinco años de usted y José Alfredo sin poder cerrar mi local para irme a descansar acabaron con mi vida, para qué pregunta Chavela”.

De otro mundo

Chavela resume el inmenso talento de José Alfredo Jiménez, quien le entregó en una parranda, sobre una servilleta de papel, la letra de “Las Ciudades”. 

“Es una canción de otro mundo, me quedé loca cuando me la dio a leer. No sabes lo que escribiste –le dije temblando… Y él nunca supo lo que había escrito, porque esa no es una canción, es una oración, una plática con Dios”: 

“Y sentí de tu amor otra vez la fuerza extraña/y mi alma completa se me cubrió de hielo y mi cuerpo entero se lleno de frío/ y estuve a punto de cambiar tu mundo/ por el mundo mío…”.

Vivió en casa de Diego Rivera y Frida Kahlo. La relación de ellas es doblemente mítica. Nació de la ternura mutua, de ir a los mercados de Coyoacán a comprar frutas, flores y sarapes, y de acompañarse en noches interminables mientras Diego regalaba amores en otras casas. 

Vestida de hombre, adelantada en la doble liberación sexual, Chavela fue un emblema, una guía y una maestra. 

Fueron los años en que compartía champañas y tequilas con las estrellas del cine mundial y amanecido tirada en alfombras persas entre los pies de Elizabeth Taylor, Ava Gardner, Rock Hudson y Grace Kelly. 

En 1991 paró de beber. En Ahuatepec el presidente municipal y los vinateros de Morelos le hicieron una ceremonia de despedida y se prepararon para la quiebra de sus negocios, porque con Chavela bebían veinte amigos a la vez.

Ya en estado de abstinencia arribó al bar El Hábito, donde la invitaron a cantar Jesusa Rodríguez y Liliana Felipe en 1991. 

De ese renacimiento llegó a El Caracol, salón de Madrid, donde comenzó su retorno a la fama. En el Olympia de París Chavela, de pie, le cantó a su propia sombra recostada –quién sabe por qué hechizo– sobre el lugar del escenario donde se paraba Edith Piaf. Pedro Almodovar se hincó y lloró ante el milagro.

Un milagro irrepetible llamado Chavela Vargas, a quien se la llevó tanta vida, el agotamiento de la sensualidad y el derroche del frenesí.

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