Su maestra favorita, el conserje que siempre era amable con los niños, las prefectas que recorrían los pasillos y saludaban a los alumnos en la puerta cada mañana y la hermana menor de su mejor amiga. Todos han muerto o desaparecido bajo los escombros del colegio privado en la Ciudad de México al que asistía Luis Carlos Herrera Tomé.
La escuela Enrique Rébsamen, a la que fue durante ocho años, se derrumbó a su alrededor en medio del terremoto de 7,1 grados de magnitud que sacudió la ciudad el martes. Los rescatistas realizaban el miércoles frenéticas maniobras para buscar a personas aún desaparecidas bajo los restos de concreto.
Luis Carlos le imploró a su madre regresar al lugar para ayudar a los rescatistas. Norma Tomé dijo que no se le permitiría entrar al sitio porque era demasiado peligroso, pero de todos modos se acercaron.
Tardaron una hora en recorrer las tres cuadras porque a cada paso chocaban con conocidos con quienes intercambiaban nombres, hospitales donde estaban los heridos, planes funerarios e incluso el plano de la escuela.
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Cuando una pareja le pidió al niño de 12 años que describiera por enésima vez lo que vio y cómo escapó, cruzó sus brazos firmemente sobre su pecho y volvió a llorar.
Luis Carlos y su madre revisaron las listas de los desaparecidos y los trasladados a los hospitales escritas a mano, estremeciéndose ante los nombres que reconocían.
El terremoto cuyo epicentro se localizó en el cercano estado de Puebla mató al menos a 230 personas en México, incluidos 21 niños y cuatro adultos en la escuela de Luis Carlos. El secretario de Educación, Aurelio Nuño, dijo que 11 personas fueron rescatadas con vida del edificio escolar.
El pequeño aceptó los abrazos al llegar a la escuela pero se sintió impotente detrás de las barreras de seguridad.
Recordó que estaba en la clase de inglés el martes cuando todo comenzó a moverse. Se dirigió a la puerta dejando su mochila, libros y lápices detrás. Primero fue hacia la escalera principal de la escuela, una estructura de concreto que daba al frente del edificio.
“Vi que empezó a romperse el techito entonces me doy la vuelta… agarré a mis amigos y nos vinimos corriendo” mientras el edificio se sacudía violentamente, relató.
“Se movía mucho. Me agarré y bajé como cinco escalones en un jalón. Fue muy complicado bajar”, agregó.
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El polvo que caía de las paredes y el techo hacía difícil ver, pero aun así pudo distinguir a estudiantes con cortes sangrantes en los brazos. Todos lloraban y gritaban.
Al acercarse a la salida vio al conserje en el suelo con la espalda cubierta por escombros, aparentemente muerto. En la calle llegaban las ambulancias y los maestros manchados con sangre lloraban.
“Todo era un caos”, dijo, pero Luis Carlos sólo tenía un pensamiento mientras miraba la escuela colapsada: ¿Dónde estaba su hermanito?
José Raúl Herrera Tomé se encontraba en un aula en un edificio adjunto al que estaba su hermano mayor. El pequeño de siete años le dijo a su madre más tarde que un compañero de clase fue el primero en gritar “¡Está temblando!”.
Contó que los estudiantes no oyeron ninguna alarma pese a que el sismo ocurrió sólo dos horas después de que su escuela, y todas las demás en México, hicieran un simulacro de evacuación para conmemorar el 32 aniversario del terremoto de 1985 que mató a miles.
“Esto es lo que me da coraje “, dijo el hermano mayor sobre la ausencia de alarmas. “¿Cuántos segundos perdieron allí?”
José Raúl también corrió primero hacia la gran escalera del frente de la escuela, pero se detuvo cuando vio que empezaba a desmoronarse. Volvió al aula y esperó allí con sus compañeros hasta que cesaron las sacudidas.
La madre de los niños dijo que la mayoría de los cuerpos recuperados fueron colocados en una sala de usos múltiples cerca de la escalera del frente.
“Mama, yo vi a una niña cómo se vino abajo porque se aplastó”, recordó que le dijo José Raúl tras escapar del edificio. “Él lloraba mucho por eso. ‘Es que no la pude salvar’”, se lamentó con su madre.
Cuando los hermanos finalmente se encontraron afuera de la escuela se abrazaron.
“Lloramos. Era mi única más grande preocupación”, dijo el mayor.
El miércoles Luis Carlos ayudó a entregar agua y vendajes a los rescatistas durante una hora mientras padres frenéticos le preguntaban si había visto a sus hijos. En ningún momento se separó de su hermano menor.
La familia planeaba ir luego al velorio de la maestra de segundo grado Claudia Ramírez, a quien José Raúl adoraba. Ramírez era “una de esas pocas maestras excepcionales, únicas, que dejaba huella en la vida de los niños y en la de los papás”, dijo Tomé.
Un rato después Luis Carlos volvió a recordar el terremoto, que ocurrió unos minutos antes de que se trasladara a su clase de biología. Rememoró que no habían terminado sus tareas en el laboratorio el viernes y que debían regresar allí el martes. El laboratorio estaba ubicado en la parte de la escuela que se derrumbó.
“No sé si estaría aquí”, dijo.