En México, ningún sector industrial es más polémico que el de la minería: allí se confrontan dos visiones opuestas de desarrollo, el de los pueblos originarios y el de las empresas mineras.
El primero reclama el cese de la actividad extractiva y el segundo aboga por una cada vez mayor participación en la obtención de minerales y metales preciosos e industriales.
El vivo ejemplo es, por un lado, el Informe 2016 de la Cámara Minera de México que habla de resultados económicos favorables y, por otro, la declaratoria de los pueblos reunidos en Malinaltepec, Guerrero, que reclaman al Gobierno federal el cese de todas las concesiones mineras a empresas transnacionales.
Mientras que para los industriales agrupados en la Cámara Minera de México, durante el 2016 “la balanza comercial minero-metalúrgica resultó positiva, al ascender a 7 mil 728 millones de dólares”, para los pueblos reunidos en Malinaltepec se enraizó “el propósito de enfrentar una de las políticas globales extractivistas más despiadadas que nos aquejan”.
Para los pueblos asentados en regiones con vocación extractiva, la minería está basada “en el despojo del territorio, el saqueo y la destrucción de los bienes naturales” que, aseguran, atentan directamente contra la integralidad de la vida.
“La industria minera aumentó la generación de divisas respecto de 2015, tras alcanzar 15 mil 681 millones de dólares y ubicarse por debajo del sector automotriz, el electrónico, las remesas, el turismo, el petróleo y solo por encima de la actividad agroindustrial”, aseguran los empresarios.
Pero ese desarrollo económico no ha llegado a todas las regiones, reconoce Felipe Pinedo Hernández, dirigente del Frente de Comunidades Afectadas por la Minería (FCAM), que celebró el primer aniversario de esa organización con un plantón frente a la minera Frisco, ubicada en Mazapil, Zacatecas, en donde de la mano de Gold Corp. Inc., explota la mayor mina de oro en el país.
La presencia de la canadiense Gold Corp. Inc. es el mejor ejemplo de la explotación de los recursos mineros sin otorgar dividendos de las riqueza a las comunidades asentadas entorno de las mimas. Allí, el consorcio minero logra una extracción de oro estimada en más de 2 mil millones de dólares al año, pero los habitantes de la zona no reciben ninguna utilidad.
Desde diciembre pasado, el consorcio Frisco-Gold Corp. Inc. arrebató a los habitantes ejidales de Mazapil la propiedad del agua, y limitó el suministro a la población a las disposiciones de la mina Peñasquito, que se apropia de más del 90 por ciento de los recursos hídricos de la zona, esto con el aval de los gobiernos federal y del estado.
Según el informe anual del 2016 de la Cámara Minera de México, durante el año pasado “cuatro metales aportaron el 81.4 por ciento del valor total nacional, el oro alcanzó una participación notable con 37.4 por ciento, el cobre superó a la plata al pasar al segundo lugar con 19 por ciento, y 18 por ciento respectivamente, y el zinc con 6.5 por ciento”.
De esos valores, la minera Peñasquito fue la que aportó en oro casi el 23 por ciento de la producción, por lo que en esa región del semidesierto zacatecano, una de las más pobres del país, también se afianzó en gran medida la economía de la industria minera nacional, según lo reconoce la propia Secretaría de Economía del gobierno federal.
Alzan la voz los pueblos indígenas
Frente a la visión de progreso que manifiestan los empresarios mineros del país, medio centenar de organizaciones sociales reunidas en Malinaltepec, Guerrero, el pasado fin de semana lanzaron un basta a las labores extractivas que realizan en el país 278 empresas mineras, la mayoría de capital canadiense y norteamericano, que tienen bajo su dominio casi el 79 por ciento de las más de 25 mil 450 concesiones mineras.
Agrupaciones como el Concejo Regional de Autoridades Agrarias de las regiones Montaña-Costa Chica del Estado de Guerrero, en Defensa del Territorio contra la Minería y la Reserva de la Biosfera (CRAADT), así como los representantes de los pueblos de Acacoyagua y del ejido Israelita de Chiapas, de Guadalcazar, de San Luis Potosí; de Salaverna en Zacatecas, y de Benito Juárez, de Chihuahua, pidieron el cese de la actividad minera en todo el país.
El reclamo de los pueblos afectados por la minería no fue sólo por no tener participación en los dividendos económicos de la riqueza generada en el subsuelo, sino porque consideran que la presencia de las mineras y los trabajos de explotación del subsuelo a cielos abierto generan daños irreversibles a la salud de las poblaciones y al medio ambiente.
También se rechazó el modelo extractivo propuesto y avalado por el Gobierno federal y aplicado por las mineras transnacionales, pues provoca el desplazamiento forzado de los habitantes.
Un ejemplo es la comunidad de Salaverna, en Zacatecas, en donde la minera Tayahua, del consorcio Frisco, obligó a toda una población al desalojo forzado para quedarse con la propiedad de las tierras ricas en plata y cobre, en donde se mantiene el proyecto de pasar de la minera subterránea a la explotación a cielo abierto.
Tampoco les va bien, dicen mineros
“En 2016 las empresas invirtieron 3 mil 752 millones de dólares, lo que significó un retroceso de 18.9 por ciento en comparación con lo invertido en 2015, y muy lejos respecto de los 6 mil 576 millones de dólares invertidos en 2013 y los 8 mil 43 millones de dólares, de 2012”, dice la Cámara Minera de México.
Para el cierre del año, asegura, fueron ocupados 12 mil 109 profesionales en la industria minera, y la carrera de minería y extracción se ubicó en quinto lugar entre las mejor remuneradas de 10 áreas del conocimiento.
Atribuyendo a razones sociales y políticas, los empresarios de la industria minera reconocen que el sector tampoco la pasa bien.
“Los descensos de inversión de los últimos años reflejan la baja de los precios de los principales metales, aunado a la imposición de nuevos derechos en 2014 que se tradujo en menor inversión en nuevos proyectos, capital de mantenimiento y exploración”.