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La hermana María Antonia Bobadilla siempre tuvo el deseo de ser religiosa, pero fue una experiencia fundamental en el seno de su familia, cuando era ella una adolescente, lo que le hizo querer dedicar su vida a apoyar a uno de los sectores más vulnerables: los migrantes.
Uno de sus tres hermanos mayores fue migrante indocumentado y durante varios años hacía el cruce de la frontera a los Estados Unidos de forma ilegal, hasta que un día no lo logró.
Al regresar al hogar familiar, María Antonia casi no lo reconoció por lo demacrado que estaba, las huellas de su travesía estaban ante sus ojos, y había muchas otras marcas que no eran visibles, pero que estaban presentes. Esa experiencia marcaría su vida.
“Me quedó tan grabado ese momento, porque no todos los que se van para Estados Unidos logran el sueño americano y mi hermano era el vivo ejemplo. Aún así a él lo recibimos en la casa y mi madre lloró con él, nos abrazamos, pero me surgió la pregunta, ¿habrá algunos que no?”, relata la religiosa.
Después del episodio se unió a las Hermanas Misioneras Scalabrinianas y hoy dirige uno de los albergues de esta congregación en donde alojan a migrantes en calidad de refugiados, quienes reciben no sólo un hogar temporal y alimentación, sino acompañamiento y esperanza.
Para María Antonia el episodio con su hermano la puso en camino a su vocación. Siendo la menor de cuatro hermanos y la única mujer, las expectativas familiares, y en algún momento las suyas, eran que se casara y formara una familia, pero el deseo de ayudar a los migrantes fue más fuerte.
Superan difícil inicio, aún hay carencias
En octubre de 2016, la congregación Scalabrinianas: Misión para Personas Migrantes y Refugiados (SMR) abrió el albergue Casa Mambré; antes de eso no contaban con un espacio propio para atender a la población migrante en la Ciudad de México.
La hermana María Antonia es hoy la coordinadora de la Casa y recuerda lo difíciles que fueron los inicios de este proyecto humanitario.
“Cuando abrimos la casa éramos un grupo de 15, no teníamos nada, dormíamos en colchonetas que nos habían regalado, no teníamos cobijas, poco a poco algunas organizaciones, fundaciones, nos fueron regalando las mesas, las sillas, las camas”, rememora la coordinadora.
Hoy, la situación ha mejorado. La Casa, ubicada en una bodega rentada, tiene espacio para 60 migrantes, además de las 23 personas que ahí trabajan.
Cuenta con una pequeña recepción, oficinas para la coordinación, un despacho en donde abogadas brindan atención jurídica a los migrantes que buscan regularizar su situación, un consultorio médico, una oficina en donde se brinda atención psicológica, una oficina para el área de sustentabilidad en donde se encargan de buscar apoyos para la Casa.
Hay dos secciones de dormitorios, una para hombres y otra para mujeres y familias, una ludoteca, sanitarios de uso común, sala de televisión, cocina y comedor amplios, una pequeña bodega donde clasifican los donativos en especie.
A pesar de que parecen haber superado las dificultades iniciales, en ocasiones la generosidad de distintas organizaciones y donantes apenas alcanza para cubrir los gastos corrientes de alimentación, pago de renta, servicios y los sueldos de los colaboradores.
Pero eso no le quita la sonrisa a la hermana, quien nunca deja de buscar alternativas para continuar con esta labor humanitaria.
“Los domingos ponemos un bazar. Afortunadamente la gente y las asociaciones nos mandan mucha ropa, pero la realidad es que la mayoría de los migrantes llegan desnutridos, por lo que hay prendas que vienen muy grandes. Incluso nos han llegado a traer vestidos de noche o de primera comunión, y eso no les sirve. Con lo que obtenemos de vender esa ropa nos vamos ayudando también”, detalla.
Procuran amor y respeto
La hermana María Antonia reconoce que la convivencia diaria entre decenas de personas en un espacio siempre es complicada, por lo que ella y sus colaboradores tratan de predicar con el ejemplo.
No sólo centroamericanos llegan al albergue, la Casa ha dado cobijo a migrantes y refugiados de países como Haití, Venezuela, Irán, Irak, Somalia, República del Congo, Sierra Leona, Camerún, República Checa, entre otros, por lo que la cuestión del lenguaje y las costumbres propias de cada persona suelen ser una primer barrera.
“Tratamos de ser muy respetuosos en cuestión de creencias religiosas, en cuestión de sus usos y costumbres, pero sí invitándolos a que se vayan conociendo, a que se vayan amando y se vayan respetando, y vayan teniendo una autoestima un poco más alta, porque generalmente llegan con la autoestima baja e incapaces de saber poner límites”.
El día comienza a las 6 de la mañana, cuando los habitantes que ya tienen un trabajo se levantan para alistarse para salir a su jornada; a las 6:30 se levanta el segundo grupo. Todos tienen que hacer la limpieza de su espacio personal y en los espacios comunes.
La hora del desayuno y la comida suele variar dependiendo de las actividades de cada persona, aunque cada quien tiene que lavar los utensilios que ocupa.
De lunes a miércoles tienen una cocinera, los jueves, viernes y fines de semana son diversas voluntarias quienes preparan los alimentos para los migrantes y para el personal de la Casa.
Quienes no tienen aún trabajo, o tienen que realizar algún trámite legal para regularizar su situación migratoria, tienen diversas actividades en el albergue que van desde clases de idiomas, de manualidades o pueden ver la televisión, aunque la Hermana está enfocada ahora en buscar que los niños se alejen de la pantalla y que puedan seguir sus estudios.
“Estamos buscando colaboración de alguna institución o universidad. Queremos un pedagogo para que los niños que aquí tenemos tengan clase, quiero que salgan de su sillón, que progresen, que salgan adelante. Por el hecho de estarse moviendo de un lado a otro el atraso escolar es tremendo”.
Brazos abiertos a la diversidad
En los planes de la religiosa también está acondicionar una habitación para los migrantes de la comunidad LGBT, pues a pesar de sus creencias religiosas siempre ha tenido los brazos abiertos para todos, sin importar su origen, su credo o su orientación sexual, y para ella, todas las personas son “seres que hay que respetar y amar”.
Poco antes de que la hermana se retire a proseguir con sus labores, llega François, un migrante de origen haitiano que llegó hace un año al albergue.
Sufrió una fractura en el tobillo y la hermana María Antonia se aseguró de que recibiera el tratamiento médico adecuado, a pesar de su nacionalidad y de no contar con papeles. Hoy, el haitiano ha podido seguir una vida fuera de la Casa, pero de vez en cuando pasa a visitar a la hermana, a informarle de la evolución de su lesión y, sobre todo, a agradecerle.
El recuerdo que más atesora fue el día que una joven migrante de Togo regresó a los pocos meses de haber salido del albergue.
Cuando llegó al albergue estaba embarazada de meses y la hermana la cuidó durante el tiempo que coincidieron. Al nacer su hija, una de las primeras cosas que hizo fue llevarla para que conociera a la religiosa que había hecho tanto por ellas dos.
“Vine a enseñarte a tu nieta”, le dijo a la hermana María Antonia.