‘Mataron a mi general’
“Arturo se desvanecía, por lo que traté de sujetarlo para que no cayera al suelo, no logré contener su peso y cae al suelo manchándome con sangre la camisa. Federico y yo estuvimos junto al cuerpo de Arturo porque todavía estaba con vida ya que movía la barbilla”.
El relato es de Honorio García Sánchez, capitán retirado del Ejército y compadre del general Mario Arturo Acosta Chaparro. Uno de los dos hombres de confianza que lo vieron morir aquella tarde del 20 de abril pasado en el taller de hojalatería de la Colonia Anáhuac.
Icela Lagunas
“Arturo se desvanecía, por lo que traté de sujetarlo para que no cayera al suelo, no logré contener su peso y cae al suelo manchándome con sangre la camisa. Federico y yo estuvimos junto al cuerpo de Arturo porque todavía estaba con vida ya que movía la barbilla”.
El relato es de Honorio García Sánchez, capitán retirado del Ejército y compadre del general Mario Arturo Acosta Chaparro. Uno de los dos hombres de confianza que lo vieron morir aquella tarde del 20 de abril pasado en el taller de hojalatería de la Colonia Anáhuac.
Honorio García Sánchez y Federico González Mejía, ex policía judicial del Distrito Federal, son los testigos que reconocen a Jonathan Javier Aréchega Zarazúa, alias “Jhony” o “El Chango”, como el autor material del crimen del general.
El joven de 22 años está bajo arraigo, no ha querido declarar luego de que fue detenido por la Policía de Investigación en las inmediaciones del metro Villa de Aragón, en la Delegación Gustavo A. Madero.
Fue reconocido a través de la Cámara de Gesell por los principales testigos del crimen, amigos del general, que lo vieron a un metro de distancia, cuando le disparó en la frente.
El grupo compacto de colaboradores y amigos del general Mario Arturo Acosta Chaparro está en la mira de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal (PGJDF) porque saben lo que hacía el general y a quién investigaba antes de morir. Pero aunque algunos lo definen como un hombre amable, era hermético con sus asuntos.
Su bunker en la Cuauhtémoc
Militares retirados, ex policías del DF y del Estado de México son quienes más sabían sobre las actividades que desarrollaba el general en la oficina habilitada como bunker en Río Danubio 112, en la Colonia Cuauhtémoc, donde hacía labores de investigación e inteligencia.
Algunos de ellos han dado la cara ante las autoridades para contar lo que saben, pero otros ya no volvieron a la oficina de Río Danubio 112, donde ahora trabaja Francisco Guillermo Acosta Chaparro, hijo del general abatido.
En esa casa, localizada a espaldas de la Embajada de Estados Unidos, el general retirado tenía largas reuniones con gente de su equipo de trabajo.
El grupo estaba integrado por Martín Hernández, “El Negro”; José Carpio, “Pepe”; Alejandro Pizarro, compadre del general; Rodolfo Chumacero Galindo, su incondicional y con quien libró el primer atentado hace dos años en la Colonia Roma; Gerardo Montelongo, ex policía judicial del Estado de México, y Federico González, ex comandante de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal (PGJDF).
Todos estaban involucrados de una u otra forma en las investigaciones por encargo que hacía Acosta Chaparro.
En la averiguación previa FMH/MH-1/T2/1140/12-04 de la Fiscalía de Homicidios, los cinco testigos del crimen aportaron detalles de la ejecución del militar.
También perfilaron actividades de su vida personal con sus tres mujeres y de su vida laboral, que estaba dedicada a hacer investigaciones por encargo.
Además, tienen mucho que decir las tres mujeres con las que el general estaba vinculado sentimentalmente.
Silvia, la esposa que vive en Fuentes del Castillo, en Tecamachalco, Estado de México; la doctora Beatriz, con domicilio en Zempoala, en la Colonia Narvarte, y Karina, la más joven, y a quien el general llamaba “La Chundita”. A ella la visitaba frecuentemente en la Colonia San Rafael.
Las tres mujeres ya son investigadas por la PGJDF, sobre todo Karina, a quien el general Acosta Chaparro visitaría para entregarle un dinero después de supervisar el vehículo Mercedes Benz que tenía en reparación.
Con ella practicaba la santería en una vecindad de la calle Serapio Rendón, en la Colonia San Rafael de la Delegación Cuauhtémoc.
Cada uno de estos hombres y mujeres eran parte del círculo más cercano del general. Además estaban sus hijos. Es por eso que la Procuraduría capitalina busca interrogarlos, aunque no todos han colaborado. Algunos hasta han desaparecido.
Reunión de generales en retiro
Amigo del general Acosta Chaparro desde hace 50 años, Honorio García Sánchez, capitán retirado del Ejército Mexicano a partir de 1986, lo vio morir en sus brazos.
Una vez al mes, cuando menos, se reunía con el general y otros miembros retirados del Ejército para comer en el Hotel del Paso, cerca de la unidad militar.
También se veían en las oficinas de Río Danubio 112, donde después de charlar por varias horas, comían tacos que el general mandaba comprar al mercado cercano.
Ese viernes 20 de abril, cuando acompañó a su amigo a supervisar el automóvil que tenía en reparación, el capitán Honorio vio que un hombre apareció de pronto, se acercó a metro y medio del general y le disparó en la cara cuatro veces para luego darse a la fuga por la calle Lago Como.
No hubo tiempo de reaccionar. El capitán no iba armado, pero sí el general Acosta Chaparro, a quien volteó a ver de inmediato. El hombre se desvanecía.
En medio de la confusión, recuerda que Federico González, amigo que trabajaba como chofer del militar, hizo una llamada desde su celular.
“Mataron a mi general”, le escuchó decir. En 10 minutos llegó la policía y luego la ambulancia. Acosta Chaparro fue trasladado a la Cruz Roja de Polanco, pero no sobrevivió a este segundo atentado.
‘Sigue a ese cabrón’
En el restaurante del Hotel María Isabel Sheraton, Federico González Mejía, un ex comandante de aprehensiones de la Procuraduría de Justicia capitalina, se reencontró con su viejo amigo, el general.
Intercambiaron teléfonos. González Mejía le pidió trabajo, y a partir de ese día, lo visitó diariamente en su oficina de la Colonia Cuauhtémoc.
Lo apoyaba con los automóviles, con algunos pagos y, poco a poco, empezó a participar en algunas investigaciones.
En la mañana del viernes 20 de abril, Acosta Chaparro se reunió con amigos del Ejército en el departamento habilitado como bunker. Ese día lo visitó el capitán Honorio y otro de apellido Varela. Los tres hablaron en el privado.
Alrededor de las cuatro de la tarde, Acosta Chaparro le pidió a Federico González Mejía que fuera a comprar tacos de pollo para comer. Y luego acordaron ir al taller de la Colonia Anáhuac con Luis, el mecánico, para supervisar el avance de los arreglos de su vehículo Mercedes Benz.
A las 18:15 horas, Honorio, Federico y el general llegaron al taller. Acosta Chaparro habló personalmente con Luis sobre la fecha de entrega de su auto.
Terminaron con el hojalatero. Y en cuestión de segundos, cuando el general y sus amigos estaban por retirarse, se escucharon tres o cuatro detonaciones.
Un hombre de aproximadamente 20 años, delgado, vestido con pantalón de mezclilla y camisa azul, salió corriendo con dirección a la calle Lago Como.
“De momento no supe qué hacer ya que me quedé recargado en un vehículo y cuando me repuse volví hacia donde estaba el general y lo vi tirado, aproximadamente a un metro de donde yo me encontraba, me agaché para tratar de auxiliar”, dijo en su declaración Federico González.
Al mismo tiempo le gritó a Honorio: “Sigue a ese cabrón”. Honorio se levantó y corrió hacia la esquina para seguir al joven que disparó.
“Ya no pude hacer nada por el general, en virtud de que observé que tenía un agujero en la frente y le estaba saliendo sangre”, detalló Federico en su declaración ante el Ministerio Público.
Al cabo de 10 minutos, la calle se llenó de policías y curiosos.
El día que Acosta Chaparro fue acribillado, Luis, el mecánico, llamó de inmediato a Martín, a quien identificaba como uno de los escoltas del general.
Días después, en su ampliación de declaración, Federico agregó que era común que el general tuviera reuniones en el privado de sus oficinas con Martín, alias “El Negro”, y “Pepe”, quienes luego de recibir instrucciones de lo que debían hacer, se retiraban para cumplirlas.
El día del crimen, Alejandro Domínguez Hernández, un cliente del taller mecánico que había llevado su auto a reparar, le dijo al propietario del lugar que dos hombres extraños estaban en la calle espiando los movimientos del negocio. Eran los sicarios, pero pensaron que eran ladrones.
Esta vez, el general no la libró. A unos metros del departamento que él y su círculo de colaboradores utilizaban como oficina, un grupo de hombres con guantes y tapabocas siguen recabando información.
El supuesto homicida material, Jonathan Javier, niega su participación en los hechos pese a que los testigos ya lo reconocieron.
¿Quién le pagó?, ésa es solo una de las múltiples interrogantes que se suman a los claroscuros de estos tiempos electorales.