Los relegados del festejo de Culturas Indígenas en la CDMX; una crónica de contrastes
Mientras que en la Fiesta de las Culturas Indígenas, Pueblos y Barrios Originarios hay cientos de comerciantes vendiendo y celebrando, afuera hay personas que no tienen el privilegio de la atención gubernamental
David MartínezLa Fiesta de las Culturas Indígenas, Pueblos y Barrios Originarios de la Ciudad de México es un evento donde se da espacio a las comunidades indígenas y originarias tanto de la capital del país como de México; sin embargo, no todas fueron invitadas al festejo.
Actualmente, se está realizando la octava edición del evento que tiene como fin conmemorar el Día Internacional de las Poblaciones Indígenas, que se celebra cada 9 de agosto y cuyo propósito fundamental es recordar la importancia de las culturas originarias en Latinoamérica.
No obstante, hay quienes pertenecen a esos grupos y no fueron contemplados, se presume que el principal motivo es que no se han sometido a los designios de las autoridades y protestan en su contra.
En la plaza pública más visitada del país: la Plaza de la Constitución, mejor conocida como Zócalo, se encuentra la Fiesta de las Culturas Indígenas, Pueblos y Barrios Originarios, cercada por rejas naranjas de metal.
En cada extremo de las vallas hay al menos un elemento de la Secretaría de Seguridad Ciudadana (SSC) vigilando.
Frente al corredor peatonal Francisco I. Madero se encuentra el acceso principal a la feria, flanqueado por dos policías y dos funcionarios de la Secretaría de Pueblos y Barrios Originarios y Comunidades Indígenas Residentes (SEPI).
Ellos son los encargados de controlar el arribo de visitantes y preguntar a curiosos y personas con bultos o cajas: “¿qué trae en su caja?, ¿está buscando su carpa?”
Al interior del evento hay lonas colgadas sobre algunas tiendas en donde se lee el reglamento de la feria, y en los pasillos del lugar transita más personal de la SEPI para observar lo que sucede en cada stand.
Los ocupantes de las carpas ofrecen productos de distintas comunidades, entre ellos, las clásicas muñecas otomíes, huipiles con colores que resaltan a la vista por los característicos colores rosa mexicano y amarillo, dulces típicos como palanquetas o cocadas, platería, juguetes de madera e, incluso, hay una zona localizada a la altura de la calle 20 de noviembre donde hacen limpias con copal y hierbas.
Entre los asistentes es común ver a extranjeros con una sonrisa en la cara viendo las artesanías, sacando su celular y tomando fotos a la mercancía, por lo que no es raro escuchar conversaciones en inglés y a vendedores decir “pregunte por lo que le guste”.
Sin duda, el área más concurrida es la de la comida: metros antes de llegar se percibe un olor a carne frita y a tortilla sobre el comal, pero también hay cemitas poblanas y quesadillas. De lejos, saltan a la vista las bolas de quesillo, típico de Oaxaca, y cecina.
En este recorrido realizado a mitad de semana, la mayoría de los puestos atienden a entre tres y cuatro personas, a algunas de ellas se les ve tomar con sus dedos una tlayuda para comerla como si fuera un taco capitalino.
Casi toda la explanada está ocupada por puestos, bancas y un enorme escenario para espectáculos colocado frente a la Catedral Metropolita. En una pequeña parte de la explanada del Zócalo, encerrada, sin ningún acceso hacia el paso de personas, están los indígenas que no fueron invitados a la fiesta, pero están ahí, no para celebrar sino para manifestarse.
Los olvidados de la fiesta de Culturas Indígenas
Sin visitas de extranjeros sonrientes ni el colorido de los productos que se venden atrás de ellos y con la ausencia de alguna autoridad, en ese pequeño perímetro de 30 metros cuadrados el Gobierno de la Ciudad de México juntó a los manifestantes indígenas que ya estaban ahí desde antes de la feria.
Una mano se asoma del cerco con un pequeño volante para difundir ideas, se trata de Jacinto, quien dice que desde junio pasado, antes de que se presentara la Maldita Vecindad en el Zócalo, ellos ya estaban ahí: son cerca de 60 habitantes de 16 comunidades del estado Puebla que arribaron a la capital para denunciar que el agua que consumen está contaminada.
Ninguno de los asistentes a la feria o de los paseantes del Centro Histórico se acercan a ver o a leer las demandas de los poblanos.
“¿Qué pasó con esto, López Obrador?, ¿no que no le ibas a fallar al pueblo?”, dice una de las cartulinas pegadas afueras de las rejas metálicas que impiden que quienes están en plantón salgan libremente.
Más relegados
Al lado de ellos hay otros apartados del festejo: padres con sus hijos que se oponen a que el Gobierno de Chiapas, encabezado por Rutilio Escandón, desaparezca la Preparatoria Militarizada Mixta Ángel Albino Corzo.
“Liberación de la convocatoria para alumnos de nuevo ingreso”, dice una de las mantas que cuelgan en el plantón colocado junto a los demás inconformes.
Sin embargo, los relegados no son solo ellos, también lo son quienes no tienen el privilegio de poder vender sus productos adentro de la feria de manera institucional.
En la salida de la estación Zócalo del Metro, cerca de donde se ubican las sedes de los gobiernos de la capital y federal, una mujer pone una tela color azul en el piso para colocar dulces de tamarindo, camotes y alegrías sobre ella.
Desconfiada, no dice su nombre, pero menciona que los espacios dentro de la feria solo están para quienes pertenecen a una organización o colectivo indígena.
“Para los que no jalamos con nadie, no hay espacios, solo para los que están organizados. A uno le toca estar afuera”, declara.
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