Las puertas de metal se abren dejando entrar la luz de la mañana, la tierra se arremolina en el aire, y se ve una edificación curtida por los años, maltratada por sus internos y parchada por las autoridades.
“El Rondín” es como se le conoce a la parte más antigua del Penal del Topo Chico, ahí es donde prevalece la población mejor portada del reclusorio regiomontano.
Entrar a aquel nido de maleantes genera escozor, una sensación de desnudez, sin nada que proteja al invasor que llega del exterior.
A las 6 de la mañana el pase de lista marca el despertar entre los internos, que una vez pronunciado su nombre ante el oficial en turno pueden hacer lo que les venga en gana hasta 12 horas después, cuando se da la lectura vespertina.
La ficción cinematográfica se ha burlado de la realidad, ya que en el Topo Chico ningún recluso porta uniforme o número de identificación, son civiles cualquiera que se pierden en el hacinamiento con más de 2 mil internos de sobrepoblación.
Expectantes y con miradas vacías, los reos observan a los visitantes con cámara de fotografía y video en mano, sus ojos acusan con desdén y un atisbo de coraje por la libertad arrebatada.
Una ciudad dentro del penal
Los edificios de los dormitorios color crema al fondo de la propiedad son conocidos como “La ampliación”, en estos conjuntos habitacionales inclusive los presos duermen en el piso debido al sobrecupo, aquí yacen también los internos con mayores problemas de conducta.
Cartones, telas raídas y plástico sirven de cortinas improvisadas ante las ventanas que aprisionan los travesaños de acero. Cualquier cañería o enrejado se utiliza sin pretexto como tendedero para secar la ropa recién lavada de los habitantes de “El topo”.
En una pequeña área de la prisión se encuentra el apartado del resguardo femenino, un pequeño filtro de vigilancia mantiene a las mujeres a raya de sus homólogos masculinos.
Puestos improvisados de comida, vendedores ambulantes y changarros insalubres con venta de cigarros, chicles u otras confiterías están permitidos, la moneda corriente tiene el mismo uso que en el exterior.
Entre los estanquillos el “Pollo Topo” llama la atención por ser un tendajo de madera donde el pollo frito es la exquisitez. “Drive-thru para llevar” se lee de manera irónica al costado del lugar.
Viviendo en la inseguridad
El patrullaje de los custodios es escaso entre los corredores, los celadores prefieren mantenerse a la vista en las áreas comunes, sin arriesgarse a perderse entre los miles de reclusos que transitan libremente por el Topo Chico.
Los “pareados” es como de les denomina a los reclusos que tienen permiso para circular al interior de los dormitorios tanto de “El Rondín” como de “La ampliación”, situación que permanece ajena a la mayoría de los internos.
Las cámaras de vigilancia son prácticamente inexistentes, y las pocas que se encuentran en pie, tienen puntos ciegos que requieren de los rondines constantes para evitar el refugio de algún preso que desee cobijar una maldad.
Talleres de carpintería, empleo en el comedor comunal, la panadería o en tortillería del reclusorio entre otras obligaciones están disponibles para los residentes penitenciarios.
Aunque la mayoría de los hombres se les ve sin propósito, cientos se pasan el día deambulando, haciendo del ocio su oficio.
El futbol llanero se juega de sol a sol en el terrenal polvoriento al límite de las instalaciones, mientras unos patean el balón, otros esperan a la sombra su turno, con las miradas perdidas que topan en el amurallado de concreto.