“Alerta sísmica, alerta sísmica”, fue el sonido por el cual los capitalinos salieron de casa. En plena pandemia de coronavirus un temblor de magnitud 7.5 cimbró a la Ciudad de México. Pero no todos desalojaron su edificio. Mireya Rodríguez, médica internista de 50 años, permaneció en el Centro Médico Nacional 20 de Noviembre del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE), hospital que brinda atención por COVID-19.
“Fue muy difícil porque me encontraba yo con un paciente con ventilador artificial. Estaba cercana a la puerta de emergencia, sin embargo, en ese momento solamente había otro compañero médico”, relata.
El sismo fue el martes 23 de junio a las 10:29 horas. El mismo día de la semana que Mireya perdió a su hija Paola Jurado Rodríguez, tras el colapso del Colegio Enrique Rébsamen debido al temblor ocurrido el 19 de septiembre de 2017.
“En un momento pensé, si se cae el hospital, qué más da, al cabo ya tengo con quién reunirme. Pero de pronto vino a mi recuerdo mi esposo y mi otro hijo y por ellos hay que estar preparados, por si hubiera algún derrumbe, ver la mejor forma de salir”, cuenta.
Pao, como la llamaba su mamá, tenía 7 años. Su cuerpo fue el último en ser rescatado de la escuela ubicada en la delegación Tlalpan, en donde fallecieron 26 personas, siete adultos y 19 niños y niñas.
Adrián Alejandro, su hijo mayor de 12 años, fue uno de los sobrevivientes del Rébsamen. Durante el sismo de la semana pasada se encontraba en casa con su papá, Alejandro Jurado, quien es auditor y presidente de la asociación civil Ángeles Contra la Impunidad.
“Hasta cierto punto tuve tranquilidad porque mi esposo iba a hacer todo por protegerlo, estaban juntos. Afortunadamente le llamé, nos comunicamos, sabíamos que estábamos bien. Teníamos temor ya hasta que vimos que todo pasó y que no hubo ningún problema en el departamento donde vivimos o en el trabajo donde estaba”, relata.
Es por ellos dos que se esfuerza por salir adelante al estar en la primera línea de batalla contra el coronavirus.
Emergencias que remueven recuerdos
Luego de las guardias nocturnas, a Mireya la recibía su hija Paola. Con ella no sólo compartía el segundo nombre y el apellido, también las ganas de salvar vidas. La niña quería ser médico como su mamá y curar a los enfermos.
“Yo creo que si ella estuviera conmigo se sentiría muy orgullosa. Siempre me preguntaba ‘¿mamá, cómo te fue hoy, a cuántos pacientes salvaste?’ Su recuerdo, sus palabras, abrazos, son los que me hacen seguir aquí. Sé que donde está, me ha de estar viendo, seguramente está regalándome una sonrisa por mi trabajo, que a ella le hubiera gustado hacer también”, platica entre lágrimas.
Mireya no pudo despedirse de su hija y tampoco le fue posible acompañarla en sus últimos momentos. Esos sentimientos encontrados los revive con los pacientes con COVID-19 que no alcanzan a decirle adiós a sus familias.
Otro de los recuerdos de Mireya es que, casi cuando tenía la misma edad que su hija Paola, decidió que quería estudiar medicina. Ahora tiene 25 años de experiencia, es decir, la mitad de su vida.
“Me hago a la idea de que debió haber sido cuando a los 9 años me fracturé el brazo derecho, fue un 6 de enero, Día de Reyes. Como no tenía servicio médico, me llevaron al hospital Rubén Leñero. Ahí duré desde las cuatro de la tarde hasta las dos o tres de la mañana.
Llegaban muchas emergencias, muchas ambulancias, estaba ahí sentada esperando que me atendieran, llorando. Veía que corría la gente, los médicos, las enfermeras, estaba en un rincón con mi mamá y ese momento se me grabó mucho. A pesar de mi corta edad, entendí que los doctores me hicieron sentir tranquila. Yo creo que ese amor que sentí de ellos hacia mi persona fue lo que me motivó”, afirma.
Mireya egresó como médica cirujana de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) e hizo su especialidad en medicina interna. Se formó en el hospital general del ISSSTE Gonzalo Castañeda Escobar, donde le tocó atender la epidemia de influenza AH1N1 en 2009 que, comparada con el COVID-19, considera menos complicada por tener un menor grado de mortalidad.
Aunque ha resistido a los sismos de la Ciudad de México, ese inmueble dejó de funcionar el 9 de septiembre de 2011 por un posible riesgo de derrumbe y por ello Mireya cambió su sede de trabajo al Centro Médico Nacional 20 de Noviembre. Ahí se ha integrado a un gran equipo al que agradece su desempeño durante la pandemia.
“Les doy las gracias por seguir luchando así como yo. Es algo que hago con cariño, con amor. Siempre he hecho así lo que me corresponde, lo mejor que pueda, dentro de mis posibilidades, con calidad. No me gustaría a mí que algún día yo llegara al hospital y alguien me tratara mal”, advierte.
Desde marzo, mes en el que atendió a su primer paciente con COVID-19, las caretas, el cubrebocas y los guantes son los escudos con los que evita contagiarse. Asegura que trae en la sangre el cuidar a la gente como si fuera de su familia, pues imagina el momento en el que la den de alta y regrese con sus seres queridos, como ella se reúne con su esposo e hijo después de la jornada laboral en el hospital 20 de Noviembre.
“Mientras hay vida hay esperanza. Lo hacemos sin miedo aunque estemos temblando por dentro”, expresa.