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El ocaso del presidencialismo

Los días transcurrían tranquilos en aquél último bimestre de 1993.

El PRI se sentía firme después del polémico triunfo del 88 y no se veía otro partido ni candidato que pudiera dar la pelea o que forzara otra caída del sistema. La sucesión sería tersa y todo indicaba a Manuel Camacho como el natural y de toda la confianza de Salinas.

Los días transcurrían tranquilos en aquél último bimestre de 1993.

El PRI se sentía firme después del polémico triunfo del 88 y no se veía otro partido ni candidato que pudiera dar la pelea o que forzara otra caída del sistema. La sucesión sería tersa y todo indicaba a Manuel Camacho como el natural y de toda la confianza de Salinas.

Eran los tiempos el dedazo, del poder indiscutible del presidencialismo en el ocaso y el 28 de noviembre fue el destape que anunciaba malos augurios. Sin mucha alharaca Luis Donaldo Colosio, el secretario de Desarrollo Social, tomó el estandarte del partido en el poder por más de 60 años. Hubo reacción desde dentro.

Manuel Camacho no aceptó que se diera a Colosio la candidatura, y como suponía que él lo merecía, decidió no sumarse a la cargada de felicitaciones. Una sombra se posó sobre la incipiente etapa de convencimiento masivo del candidato.  

La campaña arrancó mal el 8 de diciembre. El discurso no convenció ni a amigos ni a enemigos. Y la sombra se volvió más oscura cuando el 1 de enero de 1994, en lo que sería el lanzamiento festivo del TLC, La Jornada publicó la “declaración de guerra” del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) con el carismático y misterioso subcomandante Marcos.

En lo que sería uno más de los maquiavélicos o astutos o nefastos o como sea calificaran sus designios, Salinas nombró al despechado Manuel Camacho como Comisionado para la Paz, lo que se consideraría un puesto estratégico expuesto a muchos medios ahí congregados. Mientras, la campaña del sonorense ni arrancaba ni pintaba. Y así empezaron las especulaciones.

Colosio renunciaría, Salinas se había equivocado y quería rectificar. Camacho sería el candidato que aseguraría el triunfo al PRI.

Los rumores crecían y Salinas acuñó una frase que fue célebre: “No se hagan bolas”, con un supuesto apoyo a su candidato en un despliegue sin ambages del presidencialismo absoluto. 

En un intento por destacar, el sucesor elegido trataba de desmarcarse del PRI y lanzaba discursos a veces tímidos y a veces claros sobre el olvido de los gobiernos.

Todo parecía estar saliéndose de control.

El famoso discurso del 6 de marzo, inspirado en el grande del activismo afroamericano, Martin Luther King, exponía un México abandonado, un país que clamaba por la atención. Los románticos dicen que fue la gota que derramó el vaso.

El 23 de marzo, en territorio panista muy propicio para deslindes, un obrero mató a Colosio, el candidato priista rebelde y con agenda propia.

Camacho siguió su camino en Chiapas sin pena ni gloria y Ernesto Zedillo llegó a la presidencia. Los fiscales del caso Colosio concluyeron con la teoría del asesino solitario, sin motivos.

A los pocos días se empezaron a sentir los movimientos de la nueva época con el “error de diciembre”, otra frase acuñada por Salinas para culpar al recién llegado de lo que pudo ser una situación arrastrada.

Nació un mártir y nunca, nadie, denunció culpables.

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