Los niños del destierro
En medio de una crisis humanitaria se encuentran 416 guatemaltecos que fueron desplazados por las fuerzas federales de ese país, situación que se agrava, pues más de la mitad de esos, 213, son niños y adolescentes que intentan matar el tiempo en suelo mexicano caminando de un lado a otro sobre la enlodada calle, no hay ningún asomo de felicidad.
Luego de la persecución, estos refugiados decidieron asentarse justo en la línea fronteriza que divide a las dos naciones, justo en el ejido El Desengaño, en el municipio de Candelaria, en Campeche.
J. Jesús Lemus
En medio de una crisis humanitaria se encuentran 416 guatemaltecos que fueron desplazados por las fuerzas federales de ese país, situación que se agrava, pues más de la mitad de esos, 213, son niños y adolescentes que intentan matar el tiempo en suelo mexicano caminando de un lado a otro sobre la enlodada calle, no hay ningún asomo de felicidad.
Luego de la persecución, estos refugiados decidieron asentarse justo en la línea fronteriza que divide a las dos naciones, justo en el ejido El Desengaño, en el municipio de Candelaria, en Campeche.
Los guatemaltecos encaran hambre, sed, enfermedades y abandono, en una espiral que amenaza con cobrar vidas.
En el campamento de desplazados, que apunta a un conflicto entre el gobierno mexicano y el de Guatemala, hay desesperanza. En los rostros de las 35 mujeres jóvenes -12 de ellas embarazadas- no hay consuelo.
Ni el llanto de los 10 recién nacidos que se escucha desde el interior de algunas improvisadas casas los saca del marasmo en el que se encuentran.
El tiempo pasa lento para los niños del campamento. No tienen una pelota para jugar. A veces un perro o una gallina es el juguete con el que algunos -a fuerza de aburrimiento- intentan romper la monotonía. Otros prefieren ayudar en las labores de la cocina como primer escape a la realidad en la que se encuentran. Un viejo televisor que se alimenta de una batería de auto repite incansable una película de Bruce Lee, de la que todos ya se saben los diálogos.
Los niños palian el hambre masticando algunas hojas de tejocotes silvestres que mezclan con sal. No es suficiente la comida. Mucho menos las raquíticas despensas que entrega cada dos semanas el gobierno de Guatemala a los niños. Son pequeñas cajas que contienen dos jugos, algunas golosinas y dos paquetes de frituras que son devoradas apenas una misión de funcionarios de Guatemala se las entregan en suelo mexicano.
Nadie va a la escuela. Algunos niños intentan seguir estudiando y sacan un viejo cuaderno para releer la última lección que recibieron en la escuela de La Laguna Larga, antes del desalojo. Algunos padres de familia, también buscando algo de distracción en el día, se improvisan como maestros. Las lecciones duran poco, sólo mientras no cae la lluvia o mientras el olor a frijoles inunda el ambiente. Los niños se arremolinan en los fogones que ofrecen algo para llevarse a la boca.
“No queremos esto para nuestros hijos”, dice con algo de tristeza Jorge Rubén Mejía Gómez, otro de los líderes de la comunidad que ha convertido su televisor en el centro de distracción de todos los niños del campamento. Dice que se le parte el alma cuando lo niños piden ver caricaturas. El televisor no tiene antena y no sintoniza ningún canal aéreo. No tiene más opción que repetir infinitamente la misma película de Bruce Lee, ídolo de todos los niños.
Con sentencia de muerte
Desde 1982, cuando el gobierno de Guatemala implementó su política de “Tierra Arrasada”, que dejó más de 600 mil muertes, principalmente de indígenas que fueron perseguidos por el ejército de ese país, no se había visto un desplazamiento poblacional de la magnitud del que ahora se registra en el ejido El Desengaño, en el municipio de Candelaria, en el estado de Campeche.
Los guatemaltecos que llegaron en grupo para ocupar una franja de suelo mexicano, arribaron para salvar sus vidas luego que el gobierno federal de Guatemala decidió que las tierras que ancestralmente venían ocupando integrantes de al menos cuatro etnias indígenas son “reserva ecológica” y sus viviendas fueron calcinadas.
La decisión del desalojo recayó en un juez del departamento de Peten, que atendió la demanda del Consejo Nacional de Áreas Protegidas (Conap) del gobierno federal de Guatemala, que reclamó para sí el suelo ocupado por más de 700 indígenas de las etnias itzae, couohe, achi y chouj, que ocupan la zona desde hace siglos.
En base a esa decisión judicial, el gobierno federal de Guatemala movilizó mil 500 efectivos de la Policía Nacional y mil 500 elementos del ejército que incursionaron en la zona de La Laguna Larga, destruyendo las viviendas de toda la comunidad asentada, y obligando a los vecinos al desplazamiento forzado.
“No nos dejaron otra opción que buscar refugio en la zona fronteriza del lado de México; fue la única alternativa que tuvimos para salvar la vida, y buscar la forma de establecer el diálogo con el gobierno de Guatemala, con la esperanza de que nos devuelvan nuestras tierras”, dice Américo Chacón, uno de los líderes de la comunidad desplazada.
Con lo que pudieron tomar con sus manos, un total de 106 familias de indígenas decidieron salir manera urgente de la zona, cruzando sólo unos metros de la línea fronteriza, para asentarse en suelo mexicano, en donde de inmediato solicitaron el apoyo del Alto Comisionado de las Naciones Unidades para los Refugiados (ACNUR) y del propio gobierno de México.
Ante esta petición, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados envió a su representante en México, Paola Bolognesi, quien se reunió con los indígenas desplazados y escuchó los argumentos de movilización, estableciendo la intervención de ese organismo internacional, a fin de encontrar una pronta solución al conflicto.
A la fecha ni los desplazados saben cuál es la ruta sobre la que está trabajando la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidades para los Refugiados, pero tienen confianza en que la intervención de la ONU en este conflicto pueda dar una pronta solución a la situación que viven, que se considera “inhumana”, según señala el patriarca de los desplazados, Constantino Vásquez.
“Esto (las condiciones de vida que están padeciendo) es totalmente inhumano. Esto no es vida. Estamos abandonados a nuestra suerte. No hay comida, no tenemos agua, la gente, más del 90 por ciento, se encuentra enferma; casi todos tenemos calentura y no sabemos cuándo podemos dejar el campamento”, explica a Reporte Indigo Constantino Vásquez.
Vida en el campamento
En el refugio de desplazados viven 416 guatemaltecos, algunos de ellos son:
>> 35
Mujeres jóvenes
>> 12
De las mujeres están embarazadas
>> 213
Niños y adolescentes
>> 10
Recién nacidos
>> 106
Familias
Campamento peor que en África
Ellos dicen que están en suelo mexicano, pero las 93 casas improvisada que han construido los desplazados guatemaltecos, con plásticos, cartón, madera, zacate y palmeras, en realidad se encuentran ubicadas sobre la línea imaginaria de la frontera México-Guatemala, establecida por la Comisión Internacional de Aguas y Límites Territoriales.
Una parte del campamento de refugiados pisa suelo mexicano, mientras que la otra mitad se encuentra dentro del suelo guatemalteco. Aun así, todos los desplazados se sienten a salvo de la persecución que argumentan de su gobierno, del que aseguran los quiere “eliminar”.
“Aquí, en este campamento que está peor que los de África, estamos al amparo de las leyes mexicanas y en algo nos sentimos seguros”, dijo Martin Guillén, otro de los desplazados que huyó con su mujer del asedio del ejército de su país.
Él construyó su vivienda en una superficie de nueve metros cuadrados, en donde improvisó, con unos troncos y un plástico negro, su cocina y su dormitorio.
“No es la gran cosa”, explica, “pero es lo único que podemos hacer para poder sobrevivir; es lo que tenemos a nuestro alcance y con esto nos basta mientras llega la ayuda internacional: queremos que alguien nos atienda en nuestro reclamo para poder regresar a nuestras tierras, en donde se ha quedad gran parte de nuestras vidas”.
El campamento no tiene ningún tipo de servicios. No hay siquiera agua potable. Para beber, cuando se consume el agua embotellada que les hace llegar la Cruz Roja, el Gobierno del Estado de Campeche y el Grupo Beta de la Secretaría de Gobernación de México, tienen que recurrir al agua encharcada de uno de los brazos de la Laguna Larga que se extiende a 200 metros de la línea fronteriza.
Si hay algo de suerte, las mujeres, afanosamente, colectan el agua de lluvia que se escurre por los plásticos que sirve de techo de las casas; la almacenan en garrafones y de allí la suministran para el uso diario. No tienen jabón ni detergente para el aseo personal y doméstico. Muchos salen a bañarse con la lluvia, que ven como una bendición, aunque empantane todo el campamento.
Hacinados y enfermos
Aun cuando la mayoría de los jefes de las familias que se asientan inhumanamente en la línea fronteriza con Guatemala aseguran que reciben “un gran apoyo del gobierno mexicano”, éste no resulta en la proporción observada por los desplazados: sólo una vez por semana se les hace entrega de despensas alimenticias. No hay suministro eficiente de agua, y los medicamentos comienzan a escasear.
El brote de enfermedades pulmonares es evidente: casi todos están enfermos de las vías respiratorias. Tres de cada cinco de los desplazados han comenzado a tener problemas de la piel, principalmente micosis a causa de la humedad y la falta de higiene. La mayoría de los niños padecen diarreas y se han registrado algunos casos graves de disenterías.
El campamento cuenta con una improvisada farmacia que es suministrada por la organización internacional Médicos Sin Frontera, que altruistamente ha asumido el aspecto sanitario de la población, ante la omisión del Estado mexicano en ese reclamo de los desplazados, muchos de los cuales han tenido que asumir la salud de sus pacientes por cuenta propia, mandando a sus enfermos de regreso a Guatemala.
La farmacia cuenta con un cuadro básico de medicamentos, explica Elmer Cardona, el encargado de atender de manera urgente a los enfermos del lugar, quien reconoció que la medicina con la que cuentan no es suficiente para atender los cuadros de enfermedades que se presentan en el lugar, en donde los niños son los que más se ven afectados por las condiciones insalubres que tienen que afrontar todos los días.
De acuerdo a Constantino Vásquez, casi el 90 por ciento de todos los habitantes del campamento registran algún cuadro de enfermedad, muchos de los cuales se han agravado en los últimos días a causa de las intensas lluvias que han azotado la zona.
“Lo que hace que los niños y las personas de la tercera edad comiencen a padecer tos y resfriados, que no tardan en cobrar vidas”, dice.
La principal causa que se estima como responsable del incremento de enfermedades pulmonares entre los habitantes del campamento, sumado a las pésimas condiciones de vivienda en la que se encuentran los 416 refugiados, es el hacinamiento.
“Hay familias de hasta 10 personas que tiene que compartir una vivienda de menos de 10 metros cuadrados”, puntualiza.
‘Que sea la voluntad de Dios’
Nadie de los que habitan el campamento sabe cuánto tiempo pueda durar su estancia en las condiciones infrahumanas en las que se encuentran. Desde hace días esperan la respuesta del gobierno mexicano sobre la petición de intercesión ante el gobierno de Guatemala, para que se les permita regresar a las tierras de las que fueron desalojados.
Pero el represente de los derechos humanos del gobierno guatemalteco, Rokael Cardona, no ha dado una respuesta clara al reclamo de los desplazados, sólo les ha dicho que la petición está siendo analizada por el gobierno de su país, que asegura no tiene forma de permitir el regreso de los desplazados a sus tierras de origen, y ha hecho la contraoferta de reubicarlos en otras dentro del territorio nacional de Guatemala.
Nadie de los desplazados quiere aceptar esa oferta.
“Nuestra vida no puede ser igual sin nuestras tierras: eran de nuestros abuelos, luego de nuestros padres y se las queremos dejar a nuestros hijos, por eso no vamos aceptar que nos reubiquen en otro lugar. No sabemos a dónde nos quieren mandar, pero no lo vamos aceptar”, dijo Jorge Vásquez, quien vive en su casa de plástico al lado de sus nueve hijos y su mujer.
“Que sea la voluntad de Dios en este conflicto, pero no vamos a regresar si no hay garantías de que volveremos a nuestra tierra”, dice mientras el fogón de su improvisada cocina vomita una bocanada de humo que lo inunda todo y hace que los ojos le lloren. Llora de impotencia. Aprieta la mandíbula y advierte: “tampoco queremos quedarnos aquí: queremos regresar a nuestra vida”.
Ese es el convencimiento general de los desplazados. Nadie quiere la nacionalidad mexicana. Todos quieren regresar a la tierra de la que fueron despojados. Allí se quedó toda su vida y quieren regresar a retomarla. No es por lo material. Es por todo lo que les significa vivir en la tierra que heredaron de sus ancestros y que quieren heredarla a sus hijos.
Injusticias del gobierno de Guatemala
Los desplazados no ven más responsables de su situación que al gobierno de Guatemala. A él lo culpan de la desgracia que están viviendo. Se saben en medio de dos naciones que no saben qué hacer con ellos. El de Guatemala no los quiere en las tierras que ocuparon por siglos, y el de México no se anima a manifestar una postura oficial de interlocutor para salvar el conflicto.
De una cosa está seguro Constantino Vásquez: hay intereses ocultos detrás del desplazamiento forzado.
“Estamos frente a una política de muerte del gobierno de Guatemala”, asegura.
Por eso estima que se ha dado el desalojo, que no tiene ningún sustento legal, pues esos predios los vienen ocupando desde hace siglos.
“Desde hace 17 años tenemos los permisos oficiales de ocupación, por lo que no entendemos las razones del gobierno de Guatemala para que nos hayan empujado al destierro”.
Por esa razón, los desplazados han emplazado al gobierno federal de su país en un litigio. Ya interpusieron un amparo para revertir la orden de desalojo que hoy los mantiene sin patria a mitad de la línea divisoria de México y Guatemala. Tienen esperanza de ganarle al gobierno de su país y poder regresar en breve a las tierras en donde dejaron sus proyectos de vida.
“Si no es así, no sabemos qué vamos hacer con nuestras vidas; no tenemos nada, porque todo lo que somos está en nuestra comunidad, en dondehemos dejado nuestras tierras, nuestros sueños y nuestra identidad como pueblo”, dice.
Sus manos le tiemblan, él dice que de coraje, pero puede que sea por la fiebre que a sus 72 años de edad lo agobia luego de estar durmiendo a la intemperie, y a veces bajo la intensa lluvia que fermenta la plaga de mosquitos que no lo dejan estar en paz.