Agua de esperanza
Alma regresó sobre los pasos que sus padres dieron cuando cruzaron la frontera por las montañas desérticas de Jacumba, en California. Ella tenía casi dos años cuando su familia pasó como indocumentada por esa misma tierra.
Ahora, la joven se interna más de dos horas en la zona montañosa del desierto, cargando dos galones de agua y ropa de invierno que dejará entre las piedras. Tiene la esperanza de que llegue a manos de alguien que esté haciendo la misma travesía que ella hizo en brazos de su madre en 1992, y pueda aliviar un poco su sed.
Alma regresó sobre los pasos que sus padres dieron cuando cruzaron la frontera por las montañas desérticas de Jacumba, en California. Ella tenía casi dos años cuando su familia pasó como indocumentada por esa misma tierra.
Ahora, la joven se interna más de dos horas en la zona montañosa del desierto, cargando dos galones de agua y ropa de invierno que dejará entre las piedras. Tiene la esperanza de que llegue a manos de alguien que esté haciendo la misma travesía que ella hizo en brazos de su madre en 1992, y pueda aliviar un poco su sed.
Alma Martínez se unió en diciembre pasado al esfuerzo que desde hace más de dos décadas realiza la organización Ángeles de la Frontera, que cada mes lleva agua a las montañas del desierto de Jacumba para ayudar a que los migrantes indocumentados no mueran deshidratados en su viaje.
Aunque los miembros de esta organización llevan muchos años haciendo la labor, apenas hace un año la abrieron al público. En enero del 2016 tuvieron solo 9 voluntarios. Desde entonces, poco a poco se han ido sumando más personas. Ahora, hay quienes viajan de otras partes para participar.
El clímax de participación llegó en noviembre pasado, cuando Donald Trump ganó las elecciones. Ese mes acudieron 400 personas a llevar agua al paso de migrantes indocumentados, en un acto de abierto desafío contra el magnate y su política de odio hacia los mexicanos. En diciembre hubo más de 200 voluntarios.
El desierto de Jacumba se extiende por 25 kilómetros en la zona montañosa entre San Diego y el siguiente condado, Imperial, en California. Del lado mexicano, comienza una vez que se desciende La Rumorosa, antes de llegar a Mexicali.
Entre la frontera con México y la carretera más cercana ya en Estados Unidos, hay 15 kilómetros en línea recta; pero lo irregular del terreno hace que parezca el triple.
Es una de las zonas más inhóspitas de la frontera que divide a California y Baja California. El paso de los migrantes no es la zona plana del desierto, sino que se internan en altas zonas rocosas, de muy difícil acceso, a donde es más improbable que sean alcanzados por la Patrulla Fronteriza.
Hasta allá llegan los voluntarios de Ángeles de la Frontera –Border Angels, por su nombre en inglés-, quienes caminan por más de cuatro horas en las montañas, intentando llegar lo más lejos posible con sus galones de agua.
“Esta agua puede ser la única diferencia entre la vida y la muerte; estos hombres y mujeres pueden llevar varios días en el camino y ya venir muy deshidratados, de verdad pueden morir”, comenta Osvaldo Ruiz, miembro de la organización y guía del grupo con el que caminó Alma.
Por ahí mismo, por donde caminan los voluntarios, se han encontrado restos humanos. Con el agua que llevan al desierto, Ángeles de la Frontera calcula que se evitan más de 500 muertes al año.
Oficialmente, la Patrulla Fronteriza reporta que en toda la frontera con México, entre el año 2000 y el 2015 se registraron poco más de 6 mil muertes. De ellas, mil ocurrieron en California; y de esas, 600 en este desierto. No hay ninguna organización civil que tenga otras cifras al respecto.
Los voluntarios son de todas las razas y colores. Lo mismo acuden estudiantes que trabajadores.
En el plástico de los galones, escriben mensajes de esperanza y aliento para los migrantes.
Saben que quienes deciden cruzar la frontera por el mortal desierto dejan todo atrás y no tienen nada que perder.
“Si se pone más duro, nosotros traeremos más agua. Los migrantes construyen este país, tenemos que ayudarlos”, afirma Lara, una joven blanca que acudió porque dice tener muchos amigos indocumentados.
La próxima entrega de agua en el desierto será este sábado 21 de enero, justo un día después de que Donald Trump tome protesta como presidente de Estados Unidos.
Desde California, el primer mensaje que recibirá el nuevo mandatario será el de cientos de personas dejando agua para los indocumentados, en un claro rechazo a su política antiinmigrante.
‘Sí se puede’
El sol pega con fuerza en el desierto de Jacumba. Es diciembre y aun así el termómetro rebasa los 26 grados centígrados. No es nada, dicen. En el verano, en esa zona las temperaturas pueden rebasar los 56 grados centígrados, unos 133 grados fahrenheit.
Las dos horas y media de caminata por el terreno sinuoso de las montañas desérticas es un reto para cualquiera.
Saben que los migrantes pasan por las zonas de más difícil acceso y ahí hay que llegar. De día, quienes cruzan intentan refugiarse para no ser vistos por la Patrulla Fronteriza; avanzan en la noche.
Por eso, los voluntarios ponen cintas color neón en los garrafones, para que puedan ser visibles en cualquier momento. Y aprovechan también para escribir mensajes de aliento: “Sí se puede”, “Ya casi llegas”, “El agua es vida”, “Hoy por ti”, “Dios está contigo”.
Las advertencias son claras: cuidado de no caer o lastimarse en la caminata; mantenerse alerta para no encontrarse con algún animal peligroso. Abundan las serpientes de cascabel y las arañas venenosas. En caso de ver alguna, lo mejor es alejarse para no molestarlas y evitar ser atacado.
El agua se va dejando en ciertas zonas, alejadas una de la otra. La idea es cubrir la mayor cantidad de terreno posible por una sola brigada.
No falta encontrar rastros de personas que pasaron por ahí: ropa o mantas dan la idea de que la vereda es transitada. Se hallan además algunos galones ya sin agua, signo de que el líquido fue utilizado.
Hay zonas, sin embargo, donde los galones son navajeados por personas que están contra el paso de migrantes; prefieren tirar el agua que permitir que alguien la aproveche y así salve su vida.
La expresión de los asistentes dice más que mil palabras. Aunque hay un ánimo festivo por la labor que se hace, las veredas entre las montañas y el paisaje desolador de un desierto casi inerte sorprenden a la mayoría.
No es el paisaje en sí. Lo que conmueve es la idea de que una persona sea capaz de arriesgar su vida cruzando por ese desierto para tener un mejor futuro o reunirse con sus seres amados.
Alma Martínez se emociona hasta las lágrimas cuando deja sus garrafones en sitios donde los migrantes puedan verlos. Recuerda con dolor cómo su padre, deportado varias veces, ha intentado volver a reunirse con su familia y para ello ha pasado experiencias muy duras.
“Hace tres años, cuando yo me iba a graduar, él quiso cruzar para mi graduación pero no pudo. Él me ha contado de muchas veces que ha cruzado, y la última fue esa. Me dijo que trató de cruzar por Arizona porque por aquí (California) se ha puesto más difícil; y me dijo que vio muchas cosas feas, pero no quiso darme detalles porque dice que es algo que no le desea ni a su peor enemigo.
“Muchos no entienden qué es lo que uno pasa. Para nosotros es divertido hacer ‘hiking’ (excursionismo), pero uno no se da cuenta que es algo real que la gente tiene que hacer por horas, por días, sin comida, sin agua, sin saber si van a llegar; esa es la realidad”, relata entre lágrimas.
Aunque su padre logró cruzar nuevamente y estar con su familia, todos viven en la incertidumbre de que en cualquier momento pueden deportarlo nuevamente.
Las dudas aumentan con Donald Trump en el poder, pues ella es parte de DACA, el programa para jóvenes que fueron cruzados por su familia cuando eran niños, y no sabe si a partir de este 20 de enero todo se vendrá abajo.
Como esa, cientos de historias recorren todos los días los sinuosos caminos del desierto de Jacumba, en California; un paso difícil no solo por tener que burlar la constante vigilancia de las autoridades, sino porque el terreno y sus obstáculos se vuelven un reto en sí mismo. Es el propio desierto el que puede arrancarles la vida.
Abierto rechazo a Trump
La de Alma no es la única brigada que camina por las montañas. En diciembre, fueron ocho grupos los que se formaron con más de 200 voluntarios. Cada uno siguió por una vereda distinta.
El día de la entrega de agua comienza muy temprano. Decenas de personas se dan cita en un centro comunitario de San Diego dispuestos a pasar un día en el desierto.
La convocatoria se hace a través de redes sociales. Acuden, en su mayoría, jóvenes estudiantes, aunque también van trabajadores y algunos académicos.
La mayoría llegan con la historia propia o la de algún ser querido que cruzó sin papeles a Estados Unidos; otros, por mera solidaridad humana o hasta por interés de conocer de cerca el fenómeno migratorio.
Hugo Castro, miembro de Ángeles de la Frontera, sabe que la experiencia sensibilizará a todos.
“Muchos de ellos son nacidos en Estados Unidos y no entienden que para muchos es imposible cruzar de una manera legal; es imposible tener un pasaporte para pasar, aplicar para la residencia porque no tienen familiares. Les explicamos lo que es en realidad: una migración forzada. Nadie quiere dejar a su familia, a sus seres queridos. Y así es como luego se convierten en unos ángeles de la frontera, se convierten en voluntarios”, dice Castro.
Hijo de padres braceros, originario de Salinas, California, Castro hoy es el representante de la organización en Tijuana, la ciudad que hace frontera con San Diego. Para él, es claro que las políticas de Trump despiertan ese tipo de reacción entre muchos ciudadanos.
Una vez que se explica a todos la razón de llevar agua al desierto, se inicia una caravana de automóviles que durante poco más de una hora circula por la carretera 8 que atraviesa todo California y la mitad de Arizona.
El contingente se detiene en un terreno ya entre la zona montañosa de Jacumba. Ahí, se dan las instrucciones necesarias y se forman las brigadas. En un perfecto método de organización, cada una lleva un líder y varios asistentes, que saben primeros auxilios y conocen el terreno al que se accederá.
Nuevamente en el auto, ahora las brigadas avanzan un tramo más por la autopista 8, para tomar después la carretera 98, y luego un camino más estrecho ya en la arena del desierto. Ahí se dejan los vehículos y comienza la caminata hacia y en la zona montañosa.
Osvaldo Ruiz tiene 23 años y es miembro de Ángeles de la Frontera. Además de ser voluntario, estudia y trabaja en una cafetería de San Diego. Es primera generación norteamericana en su familia, pues sus padres son mexicanos. Siente que al dejar agua en el desierto devuelve algo de lo que sus seres queridos y otros migrantes le han dado a su país.
“Lo que estamos haciendo es dejar agua en lugares donde hay una crisis, donde los migrantes mueren por falta de agua; venimos a compartir un poco de agua con ellos para que no se deshidraten y no mueran. Lo que no queremos es que se mueran. No importa de dónde vienen, si son mexicanos, de Centroamérica, de África, de China; muchos cruzan este desierto y no queremos que mueran”, dice.
Desde Los Angeles, Elizabeth Andalón e Isaac Martínez son dos primos que viajaron para participar en la entrega de agua. Ambos nacieron ya en Estados Unidos, pero sus padres pasaron la frontera por el desierto.
“(Estar aquí) me da un sentido de humildad, solo para saber un poco de lo que han pasado muchos de nuestros amigos o familiares; quiero traer más gente para que vengan”, dice Elizabeth.
“Y más en este clima político, se siente más la necesidad de hacer cosas así para enseñarle a este país que nosotros no venimos aquí a destruir o a causar problemas, venimos a hacer una vida mejor”, sentencia Isaac.
No solo acuden latinos a ayudar. Personas de otros colores llevaron agua y ropa a las montañas desérticas.
Una de ellas es Andrea Adams, una maestra de preparatoria en San Diego, que acudió por segunda ocasión a dejar agua, consciente de que puede “ayudar poquito” a los indocumentados, que han pasado “cosas terribles”, dice.
“Me di cuenta, cuando estaba en el octavo grado, que yo nací pensando que mi vida era muy difícil. Pero me di cuenta que no era nada comparado a los demás. Y es culpa de las personas que no se vea la injusticia y que todo sea desigual. Me di cuenta que yo tengo que conocer la lucha de otras personas y hacer lo que pueda para ayudar”, afirma.
La profesora confiesa tener mucho miedo de lo que pasará con muchos de sus estudiantes sin documentos en la era Trump. Muchos de sus alumnos, relata, estuvieron hechos un mar de lágrimas al día siguiente de la elección, pensando en todas las familias y los sueños que se romperán.
En la brigada también participaron Heidi Keller-Lapp y Edmond Chang, dos académicos de la Universidad de California, campus San Diego, quienes trabajan en el proyecto “La construcción del mundo moderno”, donde estudian la historia mundial.
Como parte de sus reflexiones, ambos profesores hablan en clase del fenómeno migratorio. Ese día, se enfrentaron a la realidad.
“Nosotros pasamos mucho tiempo leyendo sobre estos temas, reflexionando sobre estos temas; y ahora, especialmente ahora, es tiempo de hacer”, enfatiza Keller-Lapp, quien acudió por primera vez.
Su colega, Chang, participó también en noviembre, por lo que le tocó vivir el giro que tomó la ayuda humanitaria.
“Para mí, fue más un gesto de protesta. Para muchos de nosotros fue muy frustrante y decepcionante el resultado de la elección y estábamos ansiosos de hacer algo; y esto fue una buena manera de expresar cómo nos sentíamos”, explicó Chang.
El ángel de la frontera
Enrique Morones es el fundador y director de Ángeles de la Frontera. Hace 30 años comenzó con su labor comunitaria y desde hace 20, cuando empezó a haber más muertes en el desierto, inició con la entrega de agua.
De padres mexicanos, Morones nació hace 60 años en San Diego; aunque tiene alma mexicana.
“Yo soy orgullosamente mexicano; yo no tuve la culpa de nacer de este lado”, dice.
En su carrera, llegó a ser vicepresidente del equipo de beisbol profesional de San Diego, los Padres. En el inicio, llevaba a los jugadores a dejar agua en las montañas a las que hoy van los voluntarios.
El nombre de su organización lo tomó de Don Francisco, el presentador de televisión, cuando lo invitó a su show y lo llamó “el ángel de la frontera”.
En su oficina, una pequeña suite en un centro comunitario de San Diego, abundan las fotografías de eventos que ha organizado, de migrantes abrazándose con sus seres queridos o de periódicos que le han dedicado espacios a su labor.
También hay cosas menos gratas, como las cruces con los nombres de algunos migrantes fallecidos o un altar que colocó en su memoria, con piedras del desierto y objetos que ha encontrado en las veredas: zapatos, ropa, cuadernos y hasta una escalera de varilla que alguien utilizó para brincar el muro.
Morones considera que en el periodo de Trump o en cualquier otro, la migración no se detendrá.
“La razón número uno es porque le quiere dar de comer a su familia. La razón número dos por la que mueren las personas, es porque quieren estar con su familiar.
“La tercera razón es la violencia. Empiezan a escaparse de esa situación y arriesgan todo, cruzando por el desierto, por los cerros”, considera.
Ahora, porque sabe que con la llegada de Trump a la Casa Blanca puede empeorar la situación, su organización ya se prepara para la más grande defensa de los derechos de los migrantes sin dejar de lado la entrega de agua en el desierto, que ha sido su manera de dar esperanza de vida a los indocumentados.