Un mar de gente atiborra la entrada de la estación Indios Verdes del Metro de la Ciudad de México. Son las seis de la mañana y el trajín habitual conduce a todas estas personas a los torniquetes de acceso, cada uno portando una carga aproximada de 100 billones de células de microorganismos como bacterias, virus y hongos.
A diario, 5.5 millones de usuarios transitan por las 12 líneas de este medio de transporte, llevando y trayendo consigo una cantidad inimaginable de pasajeros invisibles que se intercambian al respirar, hablar, toser, estornudar y con el contacto físico.
Estos agentes microscópicos están presentes en el aire, los asientos, las paredes, los barandales y en cualquier superficie; y aunque resulte aterrador, todo el tiempo convivimos en escenarios parecidos que, al exponernos a ellos, resultan benéficos para nuestra salud.
Pueden ser espacios públicos donde se concentra una gran densidad de personas, como estadios, teatros o el transporte público; o bien, lugares cerrados cuya característica sea el contacto humano y la poca o escasa ventilación, como oficinas, comercios y el propio hogar.
En ambos escenarios, la microbiota —los microorganismos que viven en un entorno específico— está compuesta de bacterias inherentes a los seres humanos, como aquellas asociadas al tracto digestivo, las vías respiratorias, la piel y la boca, los órganos sexuales, etcétera.
Científicos alrededor del mundo estudian la diversidad de patógenos a los que estamos expuestos en diversos ambientes para conocer los riesgos a algunas enfermedades, su relación con aspectos epidemiológicos, la resistencia antibiótica de las bacterias o, incluso, el descubrimiento de otras que hasta ahora son desconocidas y que podrían ser benéficas para el ser humano.
El transporte público, y en particular el Metro, ha sido un espacio que ha atraído la atención de los investigadores por la alta concentración de personas que ahí conviven. En la Ciudad de México, la microbiota de este sistema de transporte es estudiada por la gran afluencia que tiene, una cantidad casi similar a la del Metro de Nueva York, con la diferencia de que esa red consta de 436 kilómetros y 468 estaciones, mientras que en la capital mexicana se tienen 226 kilómetros y 195 estaciones. Ello habla del sobrecupo que presenta.
Conocer para actuar
Motivados por el interés de revelar el microbioma del gran “gusano naranja”, científicos de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y de la Universidad de la Ciudad de México (UACM) estudian las bacterias presentes en este medio de transporte, a través del análisis molecular por secuenciación de ácido desoxirribonucleico (ADN).
Este trabajo está encaminado a conocer el riesgo de estar en contacto con esa gran diversidad de bacterias, pero también los beneficios que pueden darnos porque muchos de esos viajeros microscópicos pueden contribuir a una buena digestión, a que se tenga mejor metabolismo o a regular procesos hormonales.
La doctora Mariana Peimbert Torres, investigadora de la UAM, unidad Cuajimalpa, y quien participa en este proyecto titulado “Microbioma del Metro de la Ciudad de México”, dice que han visto que las bacterias presentes están relacionadas con las personas.
Por medio del análisis de muestras de superficies y del aire que se respira en el Metro en 48 puntos en todas las líneas de la red, están identificando los microorganismos existentes para conocer su diversidad en el tiempo y el espacio.
“La red está conformada por estaciones subterráneas y otras que van sobre la superficie; queremos saber si el microbioma es distinto en cada una de las zonas de la ciudad en que se ubican las líneas. Además, queremos ver cómo va cambiando su presencia en el tiempo”, detalla.
La información que se está obteniendo con este trabajo puede contribuir a la toma de decisiones en materia de salud pública, por ejemplo en casos de contingencia sanitaria, o en la operación del Sistema de Transporte Colectivo (SCT) Metro.
De acuerdo con la también jefa de la División de Ciencias Naturales e Ingeniería de esa casa de estudios, el trabajo abre la oportunidad de explorar otras líneas de investigación, como estudiar las comunidades bacterianas en las estaciones asociadas a los hospitales, para saber qué tanto influye la diversidad de microorganismos de las personas que ahí transitan; o aquellas que conectan con las terminales de autobuses y el aeropuerto, por ser puntos de confluencia de gente que viene de otros lugares y cuya carga bacteriana es distinta.
Bacterias, aquí y allá
La exposición que tenemos al universo bacteriano se da en cualquier lugar, aunque es mayor en espacios con elevada densidad humana. En la Zona Metropolitana del Valle de México, respiramos cerca de 120 diferentes tipos de bacterias vivas en la atmósfera baja.
En la Ciudad de México y su zona metropolitana, la densidad poblacional es de 20.8 millones de personas, situándose en la cuarta posición de las ciudades más pobladas del mundo, según un informe de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en 2014.
Por razones laborales, de educación y de otra índole, hay zonas que aglutinan a una buena parte de estas personas que se desplazan en las diversas rutas del transporte y con ellas, una gran nube de microorganismos.
El estudio, realizado entre 2010 y 2012, identificó cerca de 120 diferentes tipos de bacterias con las que los ciudadanos podríamos estar en contacto o respirando; aunque el número varía según la estación del año, pues encontramos que en los meses de junio y julio es cuando hay más bacterias aerotransportadas.
Sistema inmunitario, el gran aliado
Sin duda, no solo en el Metro sino en cualquier sitio nos exponemos a agentes infecciosos que pueden afectar nuestra salud, pero frente a ello contamos con un gran aliado: el sistema inmunitario.
Nuestra primera línea de defensa es la piel, una barrera física muy eficiente, que es complementada por las mucosas presentes en los compartimentos del cuerpo que están abiertos al mundo exterior —como la nariz, la cavidad bucal o la vagina— y que pueden tener compuestos antibacterianos.
Como si se tratase de un ejército de soldados que define el territorio, la principal fortaleza del sistema inmune es la capacidad de reconocer millones de bacterias, hongos, virus y parásitos, para producir moléculas solubles y células específicas contra ellos, señala la doctora Yvonne Rosenstein, investigadora del Instituto de Biotecnología de la UNAM.
“Es un conjunto organizado de células que monitorea los ataques del exterior, un sistema de vigilancia que actúa como una patrulla que pasa por el cuerpo y lo recorre varias veces al día en búsqueda de agentes patógenos. Cuando los detecta, produce moléculas con actividad antimicrobiana, a esto se le llama inmunidad innata”, dice.
La inmunidad adaptativa se conforma a partir de la primera respuesta a patógenos, creando una memoria inmunitaria y generando células (linfocitos) que lo reconocen y anticuerpos específicos.