A 20 años… ¿quién fue?

El otro Aburto

La teoría de los dos Aburtos era la broma favorita de Mario para ridiculizar a los compañeros. Era
la forma en que denotaba su superioridad sobre los demás, haciéndoles sentir su ignorancia

Con su cara de niño casi pegada a la sucia pared, mueve la cabeza discretamente de lado a lado, sonríe. A punto está de la carcajada. Achica los ojos como para enfocar el pensamiento. El pelo recién cortado casi a rape no deja ni rastro de los chinos que dice se le hacían cuando se dejaba crecer la melena.

J. Jesús Lemus J. Jesús Lemus Publicado el
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“No le muevas al pasado”, me dijo en una tonada que no se me olvidará nunca
Ni siquiera el propio Mario sabe qué fue lo que pasó ese 23 de marzo de 1994
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El otro Aburto

La teoría de los dos Aburtos era la broma favorita de Mario para ridiculizar a los compañeros. Era
la forma en que denotaba su superioridad sobre los demás, haciéndoles sentir su ignorancia

Con su cara de niño casi pegada a la sucia pared, mueve la cabeza discretamente de lado a lado, sonríe. A punto está de la carcajada. Achica los ojos como para enfocar el pensamiento. El pelo recién cortado casi a rape no deja ni rastro de los chinos que dice se le hacían cuando se dejaba crecer la melena.

Solo él sabe lo que pasa por su cabeza.

Aprieta los labios como para no dejar salir la verdad. Con las manos por detrás, la vista al frente y una posición de firmes que se adquiere casi naturalmente en Puente Grande, sigue escuchando en silencio.

–Hay muchas teorías sobre la muerte de Colosio… sobre la existencia de dos Aburtos, recompongo–.

Silencio. Solo una risa leve que se filtra como un silbido desde su garganta y se esparce hacia el pasillo que huele a cloro.

–¿Tú cuál Aburto eres?, le suelto con el riesgo de hacer el ridículo–.

Sigue sonriendo. Nada lo perturba. Me ve de reojo. Aprieta los labios, ahora para no reírse. Yo espero la mentada de madre. No me decepciona, pero me la deja barata.

“¡Pinche reportero!, eres bien pendejo”, me dice casi en un susurro.

El guardia nos observa con su cara de malo desde la puerta del consultorio de la dentista. Los dos, junto con otros cinco presos de diversos módulos, estamos rígidos a la espera de la consulta trimestral.

La risita de Aburto llama la atención de los otros presos. Uno de ellos me dice que le cuente el chiste que no alcanzó a escuchar. Aburto lo ataja, le habla sin quitar la mirada de la pared a la que casi besa.

“Quiere que le diga cuál Aburto soy”, le explica, “si soy el verdadero o el impostor”.

Lo  dice con una burla muy seria, característica de él. Todos sueltan la risa. El oficial de guardia llama a la compostura. Silencio o habrá sanciones.

Era el 2008 cuando conocí a Mario Aburto, en la cárcel federal de Puente Grande. Él estaba asignado al módulo VI de los presos sentenciados y todos en ese pasillo -al menos una vez durante la estancia de convivencia con el célebre preso- le habían preguntado por la teoría que se ventilaba en los medios nacionales de comunicación: la existencia de dos Mario Aburto.

Él, displicente como es, siempre respondió con sarcasmo a las interrogantes. Era su broma favorita para ridiculizar a los compañeros. Era la forma en que denotaba su superioridad sobre los demás, haciéndoles sentir su ignorancia. Ese día frente al consultorio médico, no fue la excepción.

No me respondió si había uno o varios Aburtos. Pero la forma en que me miró fue clara: yo era el que menos sabía de su vida.

Él era quien tenía el control de su historia y a nadie la compartía. La historia de Mario Aburto, lo que ha pasado en su vida, lo que ha suscitado diversas teorías de historiadores, politólogos, psicólogos y criminólogos, es el mayor tesoro que guarda el propio Mario Aburto Martínez en su cabeza.

Con nadie comparte sus pensamientos. Eso lo entendí en esa ocasión que lo encontré y que nos saludamos como viejos amigos, sin pasar de ser conocidos de ocasión.

El guardia que nos vigilaba gritó un número y alguien de la fila que estaba como aplanada frente a la pared se desprendió con movimientos casi militares, ingresó al consultorio de la dentista, mientras otro preso casi al borde del llanto, con quejidos lastimeros, escupiendo sangre, salió del consultorio y se colocó entre Aburto y yo.

–¿Sí hay más Aburtos?, le insistí en medio de su risita que no cesaba–.

No me contestó. De reojo buscó la mirada del guardia que seguía parado en el quicio de la puerta del consultorio cuidando a los presos que estábamos en el pasillo y al interno que estaba siendo atendido por la dentista.

Mario Aburto me miró y apenas movió la cabeza para asentir a la pregunta reciente entregada. La mirada que le vi a Mario Aburto fue como de miedo. El semblante risueño y valemadrista que me había dejado ver, en ese momento desapareció de su cara, como si hubiera visto un fantasma.

Su pálido rostro lo note más descolorido. Abrió muy grandes los ojos y solo me susurró unas palabras que no alcance a escuchar, pero que bien le puede leer en los labios:

“No le muevas al pasado”, me dijo en una tonada que no se me olvidará nunca.

Desde el área de COC las visitas al servicio médico eran frecuentes. Ese es el punto de confluencia de los presos de todos los módulos de sentenciados y procesados. Allí conocí historias de la forma en que Mario Aburto Martínez llevaba su vida en la forma más tranquila posible.

Aburto me comenzó a reconocer desde la vez que le pregunté, en uno de los pasillos que van hacia el área de visitas, si había matado o no a Colosio.

Esa vez Aburto me dijo que no había ejecutado al candidato del PRI a la presidencia de México. Me lo dijo en tono seco. Me miró a los ojos y me ratificó que él solo era un chivo expiatorio del Gobierno Federal. Por eso, luego me reconocía cuando coincidíamos en el área médica.

–¿Entonces si hay dos Marios Aburto?–, le pregunté mientras veía como volvió a clavar la mirada en la fría pared blanca, a la par que en su rostro se volvió a dibujar la sonrisa con la que disuadía todo su entorno y lo sometía a su voluntad.

–¿Te inculparon injustamente?–, volví a la carga, haciendo invisible el adolorido rostro del preso que seguía escupiendo sangre en medio de un siseo que evidenciaba el dolor de sus encías.

No me dijo nada. Se quedó quieto. Se fugó del lugar. Su mirada se fundió en la pared como queriendo mimetizarse en ella. Cerró sus oídos y dejó caer lentamente sus parpados como para apagar el blanco intenso que se irradia en el área médica. Con las manos a la espalda, envuelto en su uniforme café, con playera blanca y un reloj en la mano izquierda, Aburto pegó su barbilla con el pecho y recargó suavemente su frente sobre la pared.

“Ya te mandó a la chingada”, me dijo babeando el preso que estaba entre Aburto y yo. Habló de Mario Aburto como si estuviera ausente. Como si sus palabras no lo tocaran.

“Ya no te va a hablar, hasta que se despida de ti”, me advirtió el preso sangrante.

No era rara la fuga de Mario Aburto. Los que lo conocieron en la convivencia cotidiana de su pasillo siempre le atribuyeron extrañas conductas. La mayoría se refería a Aburto como “El Loco del pasillo VI”, otros más le decían “El Diablo”, muchos lo conocieron en Puente Grande como “El Político”.

Pero más allá del apodo con el que se le conociera, la mayoría de los presos del Cefereso número 2 de Occidente supieron que Aburto era una persona con dotes especiales: le gusta la lectura, lo apasiona la historia, le gusta escribir fabulas, cuentos y novelas. No le gusta la convivencia con otros presos y tiene aptitud para el dibujo.

Durante el tiempo que estuvo en la cárcel federal de Puente Grande, en Jalisco, Mario Aburto escribía cartas a su familia una vez por semana, invariablemente dejaba su correo en el buzón del módulo cada jueves. Dejaba las cartas justo cuando bajaba al desayuno y mientras estaba en el comedor, fuera en actividades de juegos de mesa, pintura, dibujo o desayunando, no dejaba de voltear hacia el buzón de vez en cuando, como para constatar que aun estuviera en ese lugar la correspondencia.

En Puente Grande, Mario Aburto manifestó una obsesión enferma por su salud. Cada tercer día hacía solicitud de servicios médicos, acusando siempre padecimientos del estómago o de la garganta.

Otra de sus obsesiones era tener siempre lectura en su estancia. Siempre fue un reo bien portado y eso le garantizó el beneficio de tener dos libros en forma permanente.

La mayoría de los textos que solicitaba eran relacionados a la historia nacional y a las ciencias naturales. 

El pronóstico del reo sangrante no se cumplió. El grito del guardia que dijo mi número de preso lo despertó. Lo alcance a ver de reojo cuando él me miraba. Pasé al consultorio y en menos de 20 minutos yo era el tercer preso sangrante en la fila de presos apilada contra la pared.

La risa de Aburto fue lo que me dio de nueva cuenta la bienvenida a la fila. Me miró con su cara cuadrada de niño. Se siguió riendo mientras yo me dolía por las encías cortadas sin anestesia.

“Hijo de la verga, pero andas de mañoso”, me dijo con un aprecio que solo se entiende desde adentro de la cárcel. Yo apenas podía hablar en medio de tragos de saliva y sangre. Con la mirada fija en la pared y en la garganta el sabor salado, escuché a Mario Aburto que me dijo: “Yo soy solo un chivo expiatorio del gobierno”.

Al momento que me hablaba, aprovechando un parpadeo del oficial que cuidaba la fila de los presos que iban a odontología, de un salto Mario pasó entre la pared y el preso que nos separaba. Se puso a mi lado y me habló con voz suave y pausada.

“Yo no maté al licenciado Luis Donaldo Colosio”, me soltó y me miró de frente como buscando mi aprobación, “ yo estoy aquí pagando algo que no hice, y un día voy a contar la verdad”, dijo volviendo la vista a la pared.

–Un libro tuyo, sería muy bueno… podría cambiar la historia de México–, le dije.

“Será el libro más importante que se escriba en la historia de nuestro país”, respondió con solemnidad, viéndome ahora de reojo. “Allí voy a contar tantas cosas que sé y que nadie se ha atrevido a decir”.

–¿Qué cosas contarías?–.

“La verdadera historia de la muerte del licenciado Luis Donaldo Colosio”.A 20 años del asesinato de Luis Donaldo Colosio, en el que –dice la versión oficial de la PGR- su asesino fue Mario Aburto Martínez, que actuó en solitario, sin ningún tipo de móvil, más allá del protagonismo personal, aún permanece la duda.

El propio Aburto –con razón o sin ella– no es consiente del homicidio. Ni siquiera el propio Mario sabe que fue lo que pasó ese 23 de marzo de 1994, aseguran muchos de los presos que vivieron en la misma celda con Aburto.

“Tanto ha pasado por la cabeza de Mario Aburto”, me contó en alguna ocasión Humberto Rodríguez Bañuelos, el acusado por la muerte del Cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, “que estoy seguro que ni siquiera él mismo sabe que fue lo que pasó. Estoy seguro que ni el propio Mario Aburto sabe a ciencia cierta quien mató a Colosio. Estoy seguro que Aburto no sabe si fue él o no, quien accionó la pistola que privó de la vida al candidato Colosio”.

Parados frente al consultorio de odontología, escuchando la certeza con la que Mario Aburto susurra el plan de escribir un libro donde cuente la historia verdadera –al menos su historia verdadera- del asesinato de Colosio, le suelto la seguridad de mi confusión:

–¿Quién mató a Colosio y por qué?–.

No me responde. Se me queda bien con algo de compasión o con algo de intriga, todavía no lo sé.

“Yo no lo maté”, me suelta con la seriedad que le vuelve al rostro.

Deja de susurrar aprovechando los gritos del preso que está siendo atendido en la consulta odontológica.

“No sé quién lo pudo haber matado”, me asegura. “Tú eres reportero, tú investiga eso. Eso es lo que deberían de investigar los periodistas”, dice en tono molesto.

El grito del oficial nos vuelve a la realidad. Le ordena a Mario Aburto que pase al consultorio. Mario camina despacio, resignado, con las manos por detrás, suelta una risita, algo dice entre dientes, no se le entiende, solo alcanzo a entender que dice que él es el otro Aburto.

“¡Aburto Martínez!”, escucho que le dice a la dentista cuando se presenta. El que mató a Luis Donaldo Colosio. 

Le gustaba dibujar a lápiz

En Puente Grande fue un preso que recibía muy pocas visitas. Allí solo lo llegaron a visitar su padre y una cuñada, los que iban a verlo solo una vez al año. Ese era uno de los dolores más intensos que padecía Aburto en esa prisión: no tener la posibilidad de ver a su padre en forma más frecuente.

En contrapeso, los momentos en que Mario Aburto se consideraba más feliz dentro de la cárcel –los que evidenciaba haciéndose sociable y abierto a la plática con sus compañeros de celda- era cuando en la cena daban de comer frijoles con queso empanizado.

El queso era uno de sus mayores gustos, más allá de escuchar música por las noches y disfrutar la lectura por las mañanas.

Otro de los gustos de los que pueden dar cuenta quienes convivieron con Aburto en la cárcel federal de Jalisco es el dibujo a lápiz o la pintura de óleo sobre tela o cartoncillo.

Sigue leyendo…

— “El ocaso del presidencialismo” por Norma Garza
— “Hermano: Debo matarte” por Francisco Martín Moreno

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