Umberto Eco ‘Il caro professore’
Quizá una de las facetas menos evidentes del escritor, periodista, traductor, bibliófilo, comunicólogo, bibliómano, intelectual, filósofo y semiólogo Umberto Eco fue la de profesor universitario.
Alfredo Tenoch Cid Jurado
Quizá una de las facetas menos evidentes del escritor, periodista, traductor, bibliófilo, comunicólogo, bibliómano, intelectual, filósofo y semiólogo Umberto Eco fue la de profesor universitario.
En una sociedad como la nuestra, donde la jerarquía de valores pone poca atención a la formación, ser profesor conlleva un deje devaluado e incluso un cierto toque de desprecio. En nuestra cultura, se puede deber a dos razones principalmente: La primera, es el resultado del descuido al ejército de los enseñantes y su precariedad, incluso al manifestar su descontento a ese rezago dado a la educación. La segunda, más circunscrita al ámbito universitario, un maestro pareciera un refugiado fallido del campo de trabajo, donde impartir clases pareciera “más sencillo”, con empoderamiento súbito y con el mínimo esfuerzo, ya que siempre habrá admiración por parte de algún estudiante. Nada más lejos del ser un querido profesor.
Umberto Eco era ante todo un maestro, un magister medieval, un consiente de la necesidad de formar a las nuevas generaciones, su eterna preocupación, y por fortuna su gran legado. El ser maestro era una profesión de grande relevancia, de imponente responsabilidad, de enorme mérito y por lo tanto de gran reconocimiento.
En una ocasión, después del triunfo de Romano Prodi en 1996, indignado y en voz alta profería por los pasillos del Instituto contra la invitación a ser Ministro de educación o Ministro de la universidad. Yo soy un profesor universitario, dejen hacer su trabajo los políticos profesionales, que el mío es enseñar.
Pero “il professore Eco” lo era de tiempo completo y desde muy temprana edad, según la anécdota contada por Furio Colombo en su funeral, ya cuando recluta en el servicio militar al terminar su licenciatura, sus conmilitones lo llama así “el maestro Eco”, pues en los tiempos libres impartía lecciones a los otros reclutas.
Aprendizaje duro y humano
Las formas de ejercer su oficio eran variadas como su capacidad inventiva: de los métodos prefería la mayéutica sin dejar de recurrir al ejemplo irónico o sarcástico. Cuándo un estudiante Erasmus hozó preguntar una vez en su clase de más de 200 alumnos, que cosa era un “hábito interpretativo”, concepto básico para comprender un signo, Eco respondió tomando un gis; lo rompió en tres partes, lanzó la primera que fue a rebotar sobre la cabeza de un ensimismado educando, un segundo pedazo tuvo una suerte similar, el tercero sin embargo, fue atrapado al vuelo por un alumno más despierto. Al ver cómo era tomado y sonreír al resto del grupo, el maestro afirmó “ese es un hábito interpretativo recién fundado”.
Sus métodos recurrían a la lectura cuidadosa de los textos, a la consulta de libros en lengua original, a la búsqueda continua en el pensamiento clásico, a valorar las reflexiones filosóficas del medioevo, entre otros tantos.
Alguna vez comentó preocupado: “si un estudiante en su formación universitaria ha tenido uno o dos grandes maestros ha sido afortunado. Yo me debo a mis profesores de historia medieval, el primero y al segundo, el profesor de estética”.
Su vocación posterior haría confluir ambas pasiones despertadas en las aulas universitarias en “Il nome della rosa”, su novela más conocida y adaptada al cine en los ochentas.
Umberto Eco era un profesor ejemplar porque siempre acudió puntual a lección, los jueves en Via Zamboni y, posteriormente, con el boom de la carrera de Ciencias de la Comunicación, los miércoles en el anfiteatro de Odontología en Strada Maggiore en la ciudad de Bolonia en Italia, su universidad. Pero lograba convertir en aula cada sitio donde impartía lección.
Alguna vez, en viaje de regreso de Milán en el vagón de tren, lo escuchábamos explicar algunos conceptos de semiótica cuando el boletero pidió nuestros billetes, que evidentemente no correspondían a la primera clase.
El maestro le dijo que sentados en el suelo no dábamos ningún fastidio, el funcionario los perforó y la clase continuó bajo el beneplácito de los demás viajeros atentos a nuestra lección desde el piso.
Otros recordarán el Auditorio Justo Sierra, ahora Che Guevara convertido en un gran salón de clases de historia de la semiótica medieval el 4 de agosto de 1985, “nunca había visto tanta gente”, comentó después, lo curioso no fue su entrada (escondido en un armario del auditorio hasta la hora de su presentación) sino su salida, escoltado por guaruras, al viejo estilo de algún ex presidente de México.
Quizá era su rostro más amable, más humano, más duro y exigente al mismo tiempo, porque “el aprendizaje debe ser así”, afirmaba. Como bien lo explica su querida ciencia, que en parte él inventó, la semiótica; las acciones muestran su funcionamiento y es de ese funcionamiento del cual podemos aprender cómo se hacen, su forma social de existencia, su legado, en este caso, el aprender a ser “un caro (querido) professore”.