Hace siete años, la escritora Mónica Rojas conoció a una mujer de aproximadamente 92 años, era de Polonia, pero debido a la Segunda Guerra Mundial, en 1943 fue desterrada por la Unión Soviética y llegó como exiliada a la Hacienda Santa Rosa, en León, Guanajuato, espacio donde tuvo que rehacer su vida.
Así como ella, cientos de polacos fueron alojados en México, muchos dejando sus familias al otro lado del mundo; huérfanos y viudas tuvieron que escapar de los horrores vividos. El testimonio inspiró a Rojas para escribir La niña polaca (Grijalbo) y rendir un homenaje a todos aquellos refugiados cuya vida se vio afectada por el conflicto bélico.
“Llegué a esta historia a través de la coincidencia, esa mujer, que sigue viva, fue quien me abrió el panorama. Desde la escuela nos han enseñado este pasaje desde el punto de vista de los judíos y los alemanes, y de cómo los soviéticos son los héroes.
“Pero lo que ocurre en la guerra no lo podemos dividir entre héroes y villanos y me parece que La niña polaca va a poner al lector, quizá, en una posición incómoda, porque van a reflexionar sobre las lecciones que nos enseñaron cuando estábamos en la escuela”, expresa la escritora a Reporte Índigo.
Mientras los líderes de la Unión Soviética y la Alemania nazi se reúnen en Moscú para repartirse los territorios de Polonia, una niña llamada Ania juega en el campo; sin embargo, todo cambia tras la ocupación de su pueblo Komarno por tropas bolcheviques, ella y su familia será trasladada al Gulag, donde trabajarán y tratarán de sobrevivir.
El lector podrá conocer esta historia a través de la mirada de una niña de ocho años, quien crece hasta ser una adulta y llega a lo que después fue conocida como “la Pequeña Polonia en México”.
Las guerras que se siguen cargando
Mónica Rojas no sólo entrega una novela, sino es una especie de híbrido entre periodismo, ficción y poesía para narrar la vida de la niña Ania, desde 1939 hasta la actualidad, ya como una mujer adulta mayor.
De tener en su computadora “testimonio 1, 2, 3…” se dejó llevar por su instinto para plasmar en cada una de esas personas rasgos a sus diversos personajes.
“Tenía claro que hablaría de una familia del campo y me interesaba mucho que fuera una niña, porque me parece que dentro de estas escalas de poder ellas son las más vulnerables. Esto se ve también en su familia, donde de manera muy amorosa y por ‘protección’ la silencian.
“A través de los testimonios tuve conocimiento que era muy normal que violaran a las mujeres en los campos y, a veces, ellas mismas buscaban embarazarse, porque las embarazadas tenían más comida, a pesar de saber que muy probablemente su bebé sería asesinado de alguna horrible manera”, relata Mónica.
En el libro también se revela que en los campos de concentración, algunas personas, por desesperación o instinto de supervivencia, se mutilaban los dedos para tener descanso.
Incluso, que en medio del horror que padecían, hubo una anciana que contaba cuentos para sobrellevar el momento. Personaje al cual también le rinde honor.
“Seguimos cargando con nuestras guerras que, además, son justificadas desde el discurso político, religioso o antropológico y lo único que generan es crimen. Pareciera que lo que ocurre en el campo de batalla está fuera de lo bueno y lo malo, que disipa todos esos límites y barreras”, comparte.
Mónica rescata la idea de Hitler de llevar a los polacos a los campos de trabajo forzado, hay una supuesta justificación en su discurso por mantener con vida únicamente a los de “raza pura”, pero que, al final, para la autora se trata simplemente de los juegos del poder, los cuales hasta la fecha siguen afectando y mermando al mundo.
“La niña polaca no es que diga que hubo cosas peores, pero sí es entender estos discursos del poder, que únicamente diferencian a unos de otros para someternos, porque la identidad no deja de ser una invención para seguir controlando a las masas, eso fue lo que ocurrió y es lo que sigue ocurriendo”, explica.
Pero, en esta novela no todo es tragedia, también narra el valor de la esperanza, la fe y el amor. Además de rendir tributo a la cultura polaca y mexicana.
Entre esos guiños, Mónica Rojas hace uso de un lenguaje poético para rescatar memorias de ambas nacionalidades o cuando los refugiados llegaron a León, Guanajuato; además, incluye fragmentos de “Canción mixteca”, de José López Alavez.
“Uno de los grandes objetivos era desenterrar esta historia de la nieve, pero también rendir un respetuoso homenaje a quienes murieron en los campos de trabajo forzado y a quienes sobrevivieron, porque sus vidas son el recordatorio constante de que siempre hay esperanza, aunque la esperanza se vista de luto”, añade.
La también embajadora de la organización Save the Children en México confiesa que el pasaje que más le costó trabajo escribir fue cuando Ania se despide de su habitación y de todo lo que representa un espacio seguro, lugar al cual nunca volvió.
“Algo que para nosotros podría ser sumamente normal, para otros es la representación del espacio seguro que no tienen. Esto me hace repensar acerca de los refugiados de la guerra, de los conflictos en México, cómo la violencia también atenta contra lo que creemos que es un espacio seguro.
“Escribir La niña polaca fue un camino muy largo de siete años, de muchos miedos, dudas, de creer que, a lo mejor, esta historia no sería relevante. Sin embargo, creo fervientemente que cuando uno hace algo con amor y devoción lo demás viene en consecuencia. Me parece que se logró el cometido, homenajear a todas estas personas y en segunda a creer en mí misma”, concluye la escritora.
Otros tributos
Mónica Rojas revela que algunos de sus personajes estuvieron inspirados en dos hombres ancianos que estuvieron en la Batalla de Montecassino.
“El miedo es un sentimiento inherente a la supervivencia y al instinto, pero en esa época era inaceptable que un soldado tuviera miedo porque ponía en tela de juicio su propia masculinidad. Fue pertinente rescatar la figura de estos soldados, la vulnerabilidad que sintieron cuando expresaron que no querían estar en la guerra”, cuenta la autora.
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