La ciencia del coraje

Ante la experiencia de un suceso traumático, sea la muerte de un familiar, un desastre natural o abuso sexual, las secuelas pueden manifestarse en "flashbacks" o pesadillas recurrentes que reproducen el hecho. 

Otra de las secuelas es una especie de bloqueo en la que se evade todo aquello que pueda detonar estas memorias, así como la hiperexcitación fisiológica que provocan problemas para dormir, irritabilidad, o un estado de alerta constante ante posibles amenazas.

Eugenia Rodríguez Eugenia Rodríguez Publicado el
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Resiliencia es la capacidad humana de asumir con flexibilidad situaciones límite y sobreponerse a ellas
Se estima que cerca de dos tercios de personas que son diagnosticadas con trastorno de estrés postraumático (TEPT) logran recuperarse del trauma

Ante la experiencia de un suceso traumático, sea la muerte de un familiar, un desastre natural o abuso sexual, las secuelas pueden manifestarse en “flashbacks” o pesadillas recurrentes que reproducen el hecho. 

Otra de las secuelas es una especie de bloqueo en la que se evade todo aquello que pueda detonar estas memorias, así como la hiperexcitación fisiológica que provocan problemas para dormir, irritabilidad, o un estado de alerta constante ante posibles amenazas.

Esta respuesta de estrés agudo se considera patológica si lleva a la víctima de una situación trágica a la disfunción social y si se experimenta en un periodo de tiempo mayor a un mes después del evento traumático, lo que se conoce como trastorno de estrés postraumático (TEPT).

La patología se experimenta en grados de severidad distintos, aunque un número importante de personas que la padecen llegan a caer en depresión severa, abuso de sustancias y pensamientos suicidas; en otras casos, el trauma incluso puede ser fatal, basta con ver el aumento de las tasas de suicidio entre 2005 y 2009 de los soldados del ejército estadounidense desplegados en Irak y Afganistán.

Pero estudios recientes ponen en tela de juicio la clásica idea atesorada en el campo de la salud mental de que el TEPT es saldo inevitable de experiencias traumáticas de vida, demostrando que el trauma psíquico –derivado de violaciones, guerras, atentados terroristas, etcétera– no necesariamente condiciona el desarrollo de un cuadro clínico de TEPT.

Lo que se llegó a vaticinar como una inevitable secuela de epidemia de casos de TEPT tras el atentado terrorista del 9/11 en las Torres Gemelas del World Trade Center, por ejemplo, no fue más que una muestra de resiliencia, la capacidad humana de asumir con flexibilidad situaciones límite y sobreponerse a ellas.

Y es que si bien sí se llegaron a mostrar indicios de estrés postraumático entre la comunidad estadounidense tras los ataques, el proceso de recuperación fue rápido. 

Así lo comprobó un estudio de 2002 liderado por la psicóloga Roxana Cohen Silver, de la Universidad de California, en Irvine, que demostró que aproximadamente solo un 12 por ciento de los norteamericanos sufrieron estrés postraumático grave entre los nueve y los 23 días después de los ataques, número que se redujo a solo seis por ciento al paso de seis meses. 

De hecho, las estadísticas apuntan a una minoría de entre cinco y 10 por ciento de personas que desarrollan TEPT luego de un suceso traumático, aunque, cabe aclarar, no hace falta haber sido víctima de un accidente aéreo, incendio o secuestro, por ejemplo, para ser candidato al padecimiento de este trastorno de ansiedad. 

Otros factores estresantes no traumáticos que puedan interferir con la paz mental de un individuo o suponer un caos emocional, como acoso laboral, un divorcio o una enfermedad grave que afecte a un ser querido, también pueden desencadenar síntomas propios de un diagnóstico de TEPT. 

Los hallazgos de Cohen Silver coinciden con los arrojados por los estudios del psicólogo clínico George A. Bonanno, de la Universidad de Columbia, quien desde principios de los 90 se ha dado a la tarea de investigar cómo el ser humano responde ante el duelo y sucesos traumáticos. 

El común denominador de la evidencia de sus investigaciones –que incluyen entrevistas con residentes de Hong Kong que vivieron el brote de SARS, con neoyorquinos que pasaron por los atentados del 9/11 y sobrevivientes de abuso sexual– ha sido el de un predominio de resiliencia psicológica entre las víctimas, libres de huellas psíquicas: “la mayoría de las personas parecían estar sobrellevando bien la adversidad”, dijo Bonanno para Scientific American. 

Resilientes por naturaleza 

Se estima que cerca de dos tercios de personas que son diagnosticadas con TEPT logran recuperarse del trauma.

La pregunta es, entonces, ¿qué sucede con esta mayoría de personas resistentes que logran salir ilesas psicológicamente de una tragedia? 

Hoy los científicos están posando su mirada sobre los factores biológicos que subyacen a la capacidad de algunas personas de sobreponerse a cualquier experiencia traumática casi de forma impecable, sin verse imposibilitados de continuar atendiendo las demandas cotidianas de su vida.  

Y es que aunque tenemos la capacidad innata de resiliencia, de salir fortalecidos ante sucesos extremos, lo cierto es que hay cerebros que se ven beneficiados con una coraza más sólida que otros, pues detrás de esta capacidad humana opera un complejo sistema de mediadores neurobiológicos. 

Entre los descubrimientos científicos recientes, figura el neuropéptido Y (NPY), una hormona del sistema nervioso central (SNC) con efecto de tipo ansiolítico, que se libera en el cerebro en respuesta al estrés, reduciendo la ansiedad. 

Aquellos que parecen imponer la “ley del más fuerte”, gozan de mayor capacidad neuronal de resiliencia en circunstancias críticas, ya que demuestran tener niveles más altos de esta hormona en la sangre, como fue el caso de soldados estadounidenses a la hora de participar en un simulacro de interrogatorios desgastantes, bajo condiciones de aislamiento, privación de sueño y alimentos, similares a las que viven los prisioneros de guerra.

Esto, como parte de un estudio realizado en el año 2000 y encabezado por el psiquiatra e investigador Dennis S. Charney, coautor de su más reciente libro publicado en este año “Resilience: The Science of Mastering Life’s Greatest Challenges” o “Resiliencia: La Ciencia de Dominar los Grandes Retos de la Vida”. 

Actualmente, el también experto en neurobiología y en el tratamiento de trastornos del ánimo y ansiedad y su equipo de investigadores en el Hospital Mount Sinai, en Nueva York, se encuentran realizando un ensayo clínico con la hormona administrable en forma de spray nasal para individuos con TEPT.

A este trabajo le antecede un experimento en laboratorio llevado a cabo con ratas por un equipo de la Facultad de Medicina de la Universidad de Indiana, en Indianápolis, quienes observaron que los roedores a los que se les inyectó NPY lograron interactuar con sus compañeros de jaula sin problema alguno, a pesar de haber sido previamente encerrados en una bolsa de plástico ajustada por 30 minutos.

Una de las ratas que también pasó por la misma prueba, pero sin haber recibido el tratamiento, sufrió de ansiedad por el encerramiento, a tal grado que al ser liberada en la jaula en la que se encontraba otro roedor, evitó la interacción con el mismo durante una hora y media. 

Pero pese a que el estudio de la resiliencia comienza a dilucidar una compleja dinámica entre neurotransmisores, genes y hormonas –incluyendo oxitocina, la que popularmente es llamada “la hormona del amor”– que contribuyen a nuestra adaptación psicosocial, esta capacidad no se reduce a factores bioquímicos ni genéticos.

A la fecha existe amplia evidencia de que las interacciones sociales también sirven de escudo contra el estrés postraumático, forjando así la resiliencia.

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