Por más de 30 años el escritor Jordi Soler se ha dedicado a relatar prosas, una tras otra, pues considera que le da mucho vértigo quedarse sin algo qué compartir, es algo natural en él.
Y aunque no sintió alguna diferencia al escribir durante la pandemia, porque gran parte de su vida ha pasado confinado en su gabinete, sí cuenta que durante este tiempo ha asimilado más su conexión con la selva, tema que le ha atraído desde siempre y en el que ha podido sumergirse en otros libros como Los rojos de ultramar o La última hora del último día. Por ello es que regresa a este escenario con Los hijos del volcán (Alfaguara, 2021).
“Es una novela donde confluyen un montón de fuerzas que me parecen telúricas, en el sentido de que salen de la tierra, fuerzas de la naturaleza que contagian a todos los personajes de mi novela que está llena de sexo desaforado, de violencia feroz, de resentimiento. Todas parecen fuerzas que salen del submundo, he pensado que es como si hubiera puesto ese infierno que hay debajo y encima de la tierra”, indica el escritor Jordi Soler.
Las diferencias sociales para Jordi Soler
Una de estas grandes fuerzas, y vector principal, en Los hijos del volcán es la enorme desigualdad que existe en México, no sólo por cómo está estratificada la sociedad de acuerdo con su aspecto físico, sino cómo se marca una diferencia hacia las personas indígenas.
“México es un país donde mientras más aspecto indígena tengas, menos oportunidades tienes, y al contrario, si tienes un aspecto más europeo, tienes muchas más oportunidades, aún cuando seas mucho menos brillante que la gente indígena”, explica.
Para Jordi Soler este es uno de los grandes problemas del país y, mientras no se logren armonizar ambas partes de la sociedad, se vivirá en un territorio conflictivo.
En este sentido, la novela parte de esta disparidad, de un México rural, que sigue existiendo como si fuera el siglo XVI.
“No por alejarme mucho en el tiempo, sino me parece que en el mapa sociológico de esta zona hay muchas en el país, sigue afincado en este siglo, parece que seguimos viviendo en la época de los encomenderos y encomendados, donde la gente blanca manda y los indígenas trabajan y son explotados”, relata.
El personaje principal, Tikú, es hijo del caporal en la plantación cafetera La Portuguesa. Él nació en un círculo heredado por sus ancestros, de pobreza y miseria pero, en algún punto, será llamado para salir de él.
La selva, que parece querer engullir todo aquello que la rodea, marca un destino descivilizador para Tikú: tras abandonar primero La Portuguesa y luego su trabajo como maestro, lejos de los suyos y solo acompañado por un coyote y por los santos que protegen los cuatro rumbos de la montaña, se acerca cada vez más a la tribu ancestral y misteriosa que puebla las zonas más secretas de ese territorio agreste y hostil: los hijos del volcán.
Sin embargo, en Tikú imperan voces que lo persiguen desde pequeño, algo que Jordi Soler también quería abordar pues, además de la predestinación del personaje por las fuerzas de la naturaleza que lo acosan por dentro y por fuera, es alguien que sufre de esquizofrenia.
“Es un hombre destinado a una situación atroz, tiene esta patología que lo hace oír voces, que estudié muy a fondo para poderla escribir, es una de las partes complicadas de la novela, cómo hacer que se oiga la voz que le habla dentro de su cabeza un personaje, para eso tuve muchas conversaciones con un psiquiatra muy importante de Barcelona”, relata.
Recuerdos de su origen
Jordi Soler recuerda que él creció en una zona donde una chamana los cuidaba. Y es precisamente esta parte del misticismo lo que siempre le atrajo desde joven, aspecto que, considera, distingue a México y a Latinoamérica de otras geografías.
“No es que seamos un continente de gente crédula, creo que después de la Conquista, cuando se mezclaron el mundo prehispánico con el español, por supuesto que algo quedó en la superficie, es muy palpable para cualquiera que haya nacido en México, estas historias prehispánicas siguen vivas y esto tiene su traducción física muy clara cuando en el centro de la ciudad abres un agujero y sale una pirámide” relata.
A través de su prosa, Jordi regresa a los escenarios selváticos, con los cuales está muy habituado, cada día, confiesa, los extraña; no obstante, le es imposible volver, porque todo aquello ya no existe debido a la edificación de una ciudad, sólo con sus libros y su memoria viaja a este sitio que le brinda paz, es una “maniobra de supervivencia”.
Jordi Soler es un entusiasta de la estética de la novela, incluso, en textos como los de Juan Carlos Onetti llega a un punto en el que ya no entiende lo que dice, pues se pierde en su maestría de decir las cosas; por ello, indica que su obra no aspira a ser una pieza de esa magnitud, pero sí está escrita para que ser tan importante como los personajes que la pueblan.
“Yo pensaba que una novela de esta naturaleza tendría que crecer de una manera muy orgánica, sin llegar al caos como es la selva, hay un orden perfecto y todo es caótico al mismo tiempo. Yo quería que la prosa de esta novela fuera arborescente, en el sentido que a partir de la primera imagen primigenia de Tikú bajando a la sierra, la novela empezara a tirar ramas hacia todos lados”, abunda.
Asimismo, al ser un aficionado de marcar un ritmo con su prosa, nunca sabe en qué acabarán sus textos, admite que no hace guiones, notas o alguna escaleta, simplemente va desplegando una historia que, incluso, a él le va sorprendiendo.
“Esto te puede sonar raro, pero una vez que vas novela adentro ella misma te va indicando por dónde tienes que ir, no es magia, es una cuestión técnica. Sería para mí tremendamente aburrido saber qué va a pasar, un trabajo monótono, ir persiguiendo una meta me parecería insoportable.”
“Me gusta vagabundear por la novela, vagar durante muchos años a ver qué sucede, reescribo y reconsidero muchas veces. Para mí es fundamental errar en el sentido que voy explorando un territorio, ensayando y comunicándome. Me interesa que en mi prosa se vea la batalla que tuve para escribir todos los pasajes, es una lucha cuerpo a cuerpo que me gusta se note, que se mueva todo el tiempo, que dejes el libro y siga palpitando”, concluye.