No es extraño que al pasar noches en vela, por cualquier razón, de repente lleguen antojos intensos de comida rápida: mientras más grasosa, mejor. Quizá el ejemplo más común es el de una noche de fiesta, tras la que se llega a casa directamente a comer los restos de la pizza de la noche anterior, o de cualquier cosa que esté al alcance. Pero definitivamente no una ensalada.
Si eres víctima de estos caprichos nocturnos, estás en buena compañía: la de la mayor parte de las personas. Según un estudio de la aplicación UP, que monitorea los hábitos saludables de sus usuarios, la preferencia por alimentos azucarados o grasosos alcanza su punto álgido entre las 12 de la noche y las 4 de la mañana.
Y la causa es que nuestro cuerpo busca compensar la falta de sueño con una dosis adicional de calorías, para recuperar la energía que deberíamos estar buscando recostados en la cama.
Esto ha sido confirmado en numerosos estudios. Un artículo en The Atlantic cita el realizado por investigadores del Brigham and Women’s Hospital de Boston en el 2013, que analizó los hábitos alimenticios de 12 adultos entre 20 y 42 años, con un peso normal, por 13 días.
El resultado indicó que, independientemente de sus actividades del día, el momento en el que sentían más hambre era en la noche, y no tenían antojo de cualquier tipo de comida, sino de alimentos dulces o grasosos. Este deseo incrementaba a partir de las 8 de la noche, aún si durante el día habían preferido comer vegetales.
Los científicos proponen que, por la hora del antojo, es más probable que estos estén determinados por nuestro reloj biológico que por hambre real. De ahí que sean solamente antojos.
Durante la noche, los niveles de cortisol –la hormona que regula la cantidad de azúcar que el hígado libera a la sangre– disminuyen dramáticamente, y por lo tanto también los niveles de glucosa en la sangre. Así, nuestro cuerpo siente la necesidad de reponer lo que le hace falta, y nos pide consumir alimentos que puedan darle el empuje de energía.