Grandes maestros de la vida, inspiración y conocimiento
Juan Rulfo y Eduardo Schmitter fueron algunos de los maestros que transmitieron sus saberes a Jorge Ayala Blanco y a Julieta Fierro, quienes recuerdan su niñez y adolescencia, etapas memorables llenas de enseñanzas
Karina CoronaLas aulas se convierten en escenarios de recuerdos y anécdotas que quedan marcados para toda la vida y, con ellos, los conocimientos transmitidos por las y los maestros, quienes, a través de sus saberes, inspiran a sus alumnos.
Ejemplo de ello son la astrónoma Julieta Fierro y el crítico de cine Jorge Ayala Blanco, quienes rememoran a sus maestros, a aquellos quienes encendieron la llama de la curiosidad y el deseo de expandir su mundo para poderse dedicar hoy a sus profesiones.
Jorge Ayala, maestro y crítico de cine, considera que existe una lista invaluable de maestros que lo influyeron desde la infancia. Se remonta al quinto año de primaria, en el Instituto Juventud; recuerda al maestro Ricardo Martínez, como un personaje que irrumpió en su mundo citadino, una enseñanza que considera maravillosa, pues le abrió un universo que se tradujo en el contacto con la naturaleza y la vivencia de los pueblos.
Esta remembranza también lo llevó a sus clases de secundaria y al docente que le apodaban “El orejitas de coliflor”, porque tenía cicatrices, pero su maestra García Ayala, por la cual estudió Química, les explicó que era de los desorejados de Tabasco, eso, recuerda, le dejó una huella para toda su vida.
Durante sus estudios en la Escuela Superior de Ingeniería Química e Industrias Extractivas, del Instituto Politécnico Nacional, fue alumno de profesores que considera fundamentales para su formación. Nunca se pararon frente a la clase sin dominar la materia que iban a exponer.
Un docente memorable fue quien le enseñó Química orgánica. “Era muy divertido, el perfecto maestro dionisiaco, le decíamos ‘El Chief’, era pálido y muy delgado. Al terminar las clases nos íbamos a la cantina con él, nunca hubo manera de beber más que él”, comparte.
Su profesora de filosofía, “La Gallinita”, fue la mujer que le enseñó a pensar, ella llegaba con tortas y ponía un tema y todos empezaban a divagar. “La señora ponía en el pizarrón todas las cosas más absurdas y agudas, cuando terminábamos las tortas empezaba la clase. Éramos 50 alumnos, imagínate 50 babosadas que se nos ocurrían y de pronto empezaba a disertar sobre todas estas definiciones que habíamos dado. Entendí, después, que su método era Socrático, que es lo más avanzado de la Tierra”, narra.
Arreola, Rulfo y Monterde, maestros intelectuales
El crítico también recuerda con mucho cariño a sus maestros del Centro Mexicano de Escritores: Juan José Arreola, Juan Rulfo y Francisco Monterde. De Arreola, relata, aprendió a expandir sus escritos; él desarrollaba un ensayo oral con el texto de los alumnos, a decir de Ayala, eran “verdaderos shows intelectuales”. En contraparte, se encontraba el laconismo absoluto de Juan Rulfo, quien sólo les pronunciaba un par de ideas, precisas y exactas.
El maestro de la Escuela Nacional de Artes Cinematográficas (ENAC) menciona con orgullo que a Rulfo le gustaba el libro que estaba redactando en ese momento, La aventura del cine mexicano, sobre todo los capítulos dedicados a la provincia y a la comedia ranchera; incluso, la gama de posibilidades al momento de escribir.
“Por un lado, el lenguaje exquisito y, por otro, el popular, esta mezcla le fascinaba a Juan Rulfo, me defendía de los demás becarios, quienes decían que eran mis inelegancias literarias”, precisa.
Francisco Monterde les devolvía los textos impresos, a los que ellos llamaban “camposantos y panteones llenos de crucecitas”, pues cada una representaba un error gramatical y de sintaxis, gracias a este sistema, Ayala aprendió a depurar con agudeza sus textos.
El crítico de cine confiesa que tiene una deuda con todos sus maestros, de quienes aprendió a ser un buen docente, además, de disfrutar sus clases y no llevar a los alumnos “hacia el rollo”, pues es algo a lo que llama “clases fraude”.
Para él, se trata de hacerlos pensar, analizar y abrir perspectivas y posibilidades. Así, agradece el respeto a las expectativas de los alumnos, de responder a lo que realmente esperan de él, a nunca defraudarlos y mantener una relación igualitaria con ellos.
Cuando descubrió las galaxias
La astrónoma Julieta Fierro asistió a un colegio francés, donde sufrió mucho porque le costaba leer y entender el idioma. Ella recuerda que su mejor maestra de primaria fue en sexto grado, quien, por cierto, le tenía mucho afecto.
Posteriormente, en la secundaria, confiesa, tenía muy malas calificaciones, excepto en matemáticas, donde siempre le iba muy bien, eso la hizo aprobar de año y pasar los exámenes, que en esa época se mandaban a corregir, por barco, a Francia.
En la Facultad de Ciencias de la Universidad Nacional de México, Fierro tuvo a dos maestros extraordinarios, quienes junto a la biblioteca de su hogar, le transmitieron la pasión por la ciencia. Su padre, un hombre culto, le mostró en los libros la posibilidad de descubrir las galaxias, algo fascinante y valioso que ella guarda en su memoria.
“En la prepa estuve en un internado de monjas, sufría bastante, pero cuando entré a la Universidad, tuve dos maestros extraordinarios de astronomía, Manuel Peimbert y Eduardo Schmitter, quien se acaba de jubilar y se fue a África a ayudar a los niños pobres a leer y escribir”, comparte.
La divulgadora científica rememora que en aquella época eran muy pocos alumnos. De 15 estudiantes que iniciaron en la clase de Schmitter terminaron tres, a pesar de tratarse de cátedras espléndidas. Asimismo, agradece haber podido ser la asistente de sus profesores, un método con el que verdaderamente aprendió, pues al explicar a los alumnos pudo obtener más conocimientos.
Julieta Fierro considera que se necesitan más cursos de actualización para los profesores, que haya una mejor enseñanza científica, que aprendan la ciencia que les gusta a los científicos, así como que los planes de estudio sean más amables, pues, lamentablemente, al ser programas rígidos que hacen sólo aprender de memoria, sin analizar, muchos jóvenes abandonan la secundaria.
“Uno les agradece a sus maestros siempre, es decir, uno termina siendo la cultura que le entregaron durante tantísimos años de estudio. Siendo una persona científica comprendes que nunca dejas de aprender y esto fue por los profesores que uno tiene en la vida; cuando eres pequeño no te das cuenta del tesoro que significa ir a la escuela”, finaliza Fierro.