El pintor italiano Leonardo da Vinci, que vivió en la primera mitad del siglo 15, nunca se tomó una selfie, por lo que utilizar el término en este título, obviamente, es un gran anacronismo.
Da Vinci, sin embargo, sí se hizo autorretratos, como lo demuestra su famoso “Autorretrato” (1513), uno de sus dibujos más conocidos y que se encuentra actualmente en la Biblioteca Real de Turín.
The Oxford Dictionary definió la palabra “selfie” como: fotografía de uno mismo, tomada por lo general con un smartphone o webcam y compartida en una red social. Es completamente erróneo utilizar esta palabra para una pieza del Renacimiento, pero no deja de ser divertido para entender la evolución de la auto-representación a lo largo de la Historia, cuándo es que comenzó esa toma de consciencia de un “yo” potencialmente representable, o cómo la entrada de nuevas tecnologías a nuestra vida diaria han transformado la manera en la que generamos imágenes sobre nosotros, siendo la selfie uno de los fenómeno más apropiados para entender nuestro tiempo.
Descubriendo al ‘Yo’
En el 2016, las Kardashian y sus contemporáneos comparten sus selfies en múltiples redes sociales, incluso si van al museo. Sobre todo, si van al museo y están delante del autorretrato de Da Vinci. Entonces, ¿qué ha sucedido en 600 años? ¿Es el autorretrato realmente el antepasado de la selfie?
El pintor flamenco Jan Van Eyck tiene una gran producción de autorretratos que al final del siglo 15 ocasionaron una revolución en la Historia del arte por una sencilla razón: representarse a sí mismo en un cuadro no era una costumbre común en esa época.
Al hacerlo, Van Eyck nos muestra los primeros pasos en la toma de consciencia de eso que llamamos “identidad”. Y hay que considerar cuadros como “Autorretrato con turbante rojo” (1433) como una producción extremadamente moderna e importante a este respecto.
Ya que la selfie que se toman diariamente los que visitan a la Mona Lisa en el Louvre podrían encontrar el origen de su gesto en artistas como Van Eyck, que empezaron a mirarse a sí mismos hace 600 años. Y si fue posible compartir miles de veces la selfie de Cara Delevingne con la Mona Lisa, significa justamente que Delevingne tomó consciencia de su propia individualidad.
Pero, sobre todo, consideró su propia identidad como algo importante para ser contemplado y compartido a sus millones de seguidores. Y mientras que la individualidad se mueva en el campo del dominio público, cualquiera que tenga un dispositivo con Internet a la mano puede comentar y reaccionar ante tal gesto.
Entonces ¿hay una continuidad entre estas dos manifestaciones culturales: entre el gesto de Van Eyck y el gesto de Cara Delevingne 600 años después? ¿Entre el gran pintor flamenco que se autorepresentó estirando su brazo para pintarse a sí mismo en un lienzo, y entre una modelo que se representa a sí misma con estirar su brazo y tomarse una foto?
¿Una obra de arte?
S e puede estudiar la selfie desde tres horizontes. Desde el punto de vista estético, el ontológico y el sociológico.
Desde el punto de vista estético podríamos estudiar la selfie como un género en sí mismo. Es como una forma “moderna” de autorretrato y como una practica característica de la fotografía móvil, que por la fuerza de su uso, se convirtió en una manifestación típica de un tiempo. Sí, es un autorretrato, pero con la utilización de otros medios (un teléfono inteligente y una plataforma digital), que se acompañan de una estética codificada (duckface, filtros, ubicación, hashtags).
Aún desde el punto de vista estético se está de acuerdo en que la selfie es un género en sí y es característico de las sociedades del smartphone, llevar el tema aún más lejos sería preguntarnos si ¿se podría considerar la selfie como una manifestación artística?
Desde el punto de vista ontológico, el status de la obra de arte ha sido ampliamente discutido, sobre todo a lo largo de la segunda mitad del siglo 20. Una de las principales corrientes que lo ha hecho es la que se conoce como la estética analítica.
Esta corriente considera que la obra de arte, en realidad, no es una obra de arte en sí, sino que es el resultado de un proceso exterior a sí misma, y que en ese sentido, “ser obra de arte” no depende de sus características, ni siquiera de la intención de su autor, sino de la decisión del espectador.
Para los partidarios de esta corriente analítica, la norma del gusto no tiene que ver con determinar si las obras de arte son buenas o malas. Sino de hablar de “obras de arte” en el sentido clasificatorio, y no en un sentido valorativo. Y evitar aplicar el status de “obra de arte” como una valoración de “bueno”, y más bien con la voluntad de clasificarlo dentro de un grupo de conceptos del dominio artístico.
De acuerdo a George Dickie, profesor de la Universidad de Chicago y uno de los filósofos de arte más influyentes de nuestros tiempos, una obra de arte es un artefacto al cual se le otorga el status de “obra de arte” a partir de que entra en una institución artística.
Si seguimos la definición de Dickie, la selfie lo es desde el 2013. La “National Portrait Gallery #Selfie” (2013), una de las exposiciones más inusuales vistas en Londres y la primera exposición del mundo consagrada a la selfie, mostró las obras de 19 artistas internacionales que trabajaron alrededor de la temática de la autofoto.
Con esto llegamos al tercer punto: la selfie como un fenómeno social, que puede ser estudiado a través de la historia de las ideas. La costumbre de la “selfie” reposa sobre una historia muy remota que tiene que ver con la construcción del “individuo” y con la afirmación de “esa” individualidad a través de la representación.
Esta representación encuentra un origen preciso, que muchos historiadores del arte coinciden en situarlo en el Renacimiento, en el inicio de la Edad Moderna. Justo cuando los individuos comenzaron a representarse a ellos mismos por primera vez con una absoluta voluntad antropocentrista. En otras palabras, queriendo ser los únicos protagonistas de sus propias obras, dejando de lado, tanto la estética, como la temática religiosa propia de la Edad Media, para centrarse en nuevas preocupaciones, como su incesante, casi obsesiva, búsqueda de la Belleza.
Proceso de individualización
Cuando el hombre toma conciencia de su individualismo, no en el sentido de egoísmo, sino estrictamente en la toma de una postura de lo individual frente a lo colectivo, que puede sobresalir por sus características únicas y se distingue de su comunidad, buscará a partir del siglo 15 reafirmar en todo momento sus particularidades.
Y es esta individualización del artista en su propio cuadro, lo que dará valor a dicho cuadro, eso es lo que nos heredó el Renacimiento.
Rembrandt, el gran exponente del barroco holandés del siglo 17, será un maestro en el arte del autorretrato, quizá uno de lo más distintivos en el género. Si hubiera vivido en nuestra época, podríamos decir que Rembrandt sería el típico personaje que vemos compartir cada momento de su intimidad, cada paso de su día, vida, entorno, outfit, hasta el punto de llegar a tomarse una foto diaria para documentar su propio envejecimiento.
De hecho, al estudiar sus obras, vemos a un hombre que se observa envejecer, Rembrandt nos dejó una verdadera biografía visual de su persona. Un caso contemporáneo muy parecido es del fotógrafo Noah Kalina, que durante seis años se tomó una selfie diaria para documentar en Instagram el paso del tiempo.
La llegada de la fotografía
La Condesa de Castiglione, amante de Napoleón III, va a utilizar de manera sistemática la fotografía para hacerse retratar. Lo hará cerca de 700 veces a lo largo de cuarenta años. Hay que remarcar que esta cifra es extremadamente alta para el siglo 19 que apenas veía el surgimiento de la fotografía.
A partir de aquí, su imagen empezó a conocerse entre la élite de su tiempo y fue considerada la mujer más bella y deseable del mundo. Además de ser famosa por ser amante de aristócratas, políticos, intelectuales y numerosos personajes de la época, fue pionera de la fotografía erótica. Son especialmente famosos los retratos donde aparece mostrando sus piernas y pies, lo cual en aquella época era algo impensable, y un verdadero tabú sexual.
Desde entonces, se prefigura una estética de la “selfie” que teje un discurso en torno a la seducción, a la vanidad, a la compulsión por la propia imagen, por la conservación de la belleza, por la exaltación del cuerpo y que cien años después no podríamos más que pensar la reina de la selfie de nuestro tiempo: Kim Kardashian.
Kim Kardashian, como Castiglione, sufre de compulsión por las selfies. En una ocasión llegó a tomar hasta mil 200 selfies en unas vacaciones cortas. Pero, si la Condesa hubiera tenido un smartphone en 1850, se habría tomado igual o más selfies que Kim Kardashian.
Y entonces… ¿qué es la selfie?
Es la continuidad del autorretrato en un época en donde las herramientas tecnológicas facilitan a un gran número de personas autorepresentarse.
Es una evidencia de nuestra existencia en un espacio público. Y el smartphone es la herramienta de la autorepresentación más poderosa que hay, gracias a él se construye una identidad frente a los otros: quién soy, qué me gusta, qué siento. Pues como un medio de comunicación informa cómo es nuestra participación en el mundo. La selfie es el medio por el cual se muestra en dónde nos encontramos y con quién. La selfie ha sustituido el souvenir y el sentido del autógrafo. Cuando se ve a alguien famoso ya no se le pide una firma, sino una selfie. Funciona como un elemento para hacerse presente en el mundo.
La selfie está siempre dirigida a otro y más que narcisista, siempre busca la contemplación del otro. Alguien que se toma una selfie busca aprobación.
La selfie está en el orden de crear un diálogo y funciona como una moneda de intercambio social, pues su primera característica es compartir algo con la comunidad. O, más bien, una necesidad de compartir todo.