No hay un procedimiento de antienvejecimiento más popular en el mundo que la aplicación facial de la toxina botulínica tipo A, mejor conocida con el nombre comercial de botox.
Según estadísticas de la Sociedad Internacional de Cirugía Plástica Estética (ISAPS, por sus siglas en inglés), de los casi 15 millones de procedimientos estéticos realizados en 2011 en el mundo, más de la mitad corresponden a tratamientos no quirúrgicos, dentro de los cuales más de tres millones responden al botox.
México no se queda atrás: nuestro país ocupa el cuarto lugar de la lista de los cinco países con el mayor número de aplicaciones de botox, con más de 200 mil de los cerca de 580 mil procedimientos del tratamiento antienvejecimiento realizados, por detrás de Japón, China y Estados Unidos.
Hoy, esta misma popularidad de la que se jacta el botox –también utilizado para tratar condiciones médicas como la migraña crónica, sudoración excesiva o hiperhidrosis e incontinencia urinaria– aumenta a raíz de lo revelado por ensayos clínicos sobre sus efectos en el estado de ánimo: su aplicación cosmética parece reducir los síntomas de depresión en pacientes de manera más efectiva que los tratamientos convencionales.
Entre los autores está el cirujano dermatológico norteamericano Eric Finzi, cuya experiencia personal con pacientes lo llevó a tomar conciencia de lo que en su nuevo libro “El Rostro de la Emoción” explica como un “importante circuito de retroalimentación entre el cerebro y los músculos de la expresión facial”.
En su último estudio, cuyos resultados fueron presentados el pasado diciembre en la reunión anual del Colegio Americano de Neuropsicofarmacología, Finzi comparó los efectos del botox con la inyección de un suero inocuo –en ambos casos administrado en la frente– en 84 pacientes con depresión mayor, quienes no habían respondido favorablemente a los tratamientos antidepresivos.
Aproximadamente el 27 por ciento de quienes fueron tratados con botox reportaron una ausencia casi completa de síntomas depresivos, a diferencia de solo el 7 por ciento de quienes recibieron el placebo.
Y es que al inyectar botox directamente en el músculo ubicado en el entrecejo (que al contraerse forma las líneas de expresión en el ceño que suelen expresar tristeza o enojo), este se inhibe, su acción es nula, lo que interrumpe la retroalimentación o el envío de señales negativas al cerebro.
“Nuestro cerebro utiliza a nuestro cuerpo —en este caso, nuestros músculos faciales— como un patrón, una referencia, para nuestros estados emocionales”, dijo Finzi para el sitio científico de salud mental Psych Central.
Expreso y luego siento
La idea de que la expresión facial influye en nuestro estado de ánimo, responde a la clásica “hipótesis de retroalimentación facial” de Charles Darwin y el psicólogo norteamericano William James, quienes consideraban clave la manifestación emocional en los procesos neurológicos asociados a ciertas emociones.
Hipótesis que al día de hoy ha sido confirmada por recientes estudios científicos. Investigadores del departamento de Neurología de la Universidad Técnica de Munich, en Alemania, analizaron mediante imagen por resonancia magnética funcional (IRMf) el cerebro de cerca de 40 mujeres mientras imitaban imágenes de expresiones faciales de tristeza y enojo, antes y semanas después de haber recibido inyecciones con botox en los músculos del ceño.
Se encontró que en aquellas mujeres que habían sido sometidas a este tratamiento de rejuvenecimiento facial que les impedía fruncir el ceño, mostraban una menor actividad en la amígdala, una región del cerebro responsable de procesar las emociones.
En otras palabras, al inhibir la contracción de los músculos involucrados en la producción de las expresiones faciales, el botox puede llegar a disminuir o limitar la experiencia de las emociones como el enfado.
En otro estudio de 2009 publicado en el Journal of Personality and Social Psychology, se midió mediante la técnica de electromiografía facial (EMG) la actividad eléctrica generada por la contracción de los músculos faciales de participantes mientras leían conceptos asociados a una emoción en particular.
En línea con la “hipótesis de retroalimentación facial”, los investigadores encontraron que cuando los participantes leían palabras que aludían a ciertas emociones, se activaban los músculos responsables de producir las expresiones faciales asociadas con esas mismas emociones.
Algo no está bien
Si se trata de prestar exclusiva atención a lo que dice la ciencia, no necesariamente la comunidad científica coincide con lo divulgado.
La psicóloga clínica Jay Watts publicó hace unos días en el diario británico The Guardian un artículo en el que hace precisamente una crítica del tema a raíz de la publicación del libro de Finzi y estudios recientes sobre los efectos del botox en la depresión.
A decir de Watts, esta evidencia, que califica como “ciencia dudosa”, está basada en una comprensión muy simplista de la emoción.
“Dentro de un laboratorio, un rostro con el ceño fruncido se puede leer tan rápido como uno de tipo enojado, sin embargo, nuestras experiencias del mundo real con los demás están casi siempre en interacción”, escribe Watts.
Es decir, “nuestro cerebros captan señales de cómo alguien más podría estar pensando y sintiendo segundo a segundo”, menciona Watts, por lo que si vemos unas cuantas líneas de expresión en la frente de otro, explica la especialista, no las vamos a procesar inmediatamente como mera cara de tristeza o de molestia.
Más bien, “tomamos las señales de una mezcla de expresiones faciales, manera de andar, la cadencia de la voz, postura, el contexto, los movimientos oculares, así como las fantasías y las perspectivas que traemos con nosotros en cada intercambio social”, todo una complejidad que, enfatiza Watts, es desconocida por la nueva “teoría de Botox”.
Watts enfatiza en su artículo “Let’s Face it, Botox won’t make us happier” (o “Seamos realistas, el botox no nos hará más felices”), que “el botox podrá privarnos de hacer las expresiones que solíamos realizar cuando estábamos enfadados, pero nunca podrá deshacerse de nuestros mundos internos. Si existe enojo en uno, ¿por qué no pensamos en ello en lugar de intentar extirparlo?”.
La especialista también expresó que la “teoría de Botox” no considera el hecho de que aunque desconozcamos qué es exactamente lo que está fuera de lugar en la plasticidad de la cara retocada de una actriz o una persona de cierta edad que ha hecho uso del botox, tenemos la sensación de que algo no está bien.
La otra cara del botox
Independientemente de lo que Finzi postule en su libro y la evidencia que respalde los efectos positivos del botox en el estado de ánimo, lo cierto es que a la hora de mirarse en el espejo, parece que no hay marcha atrás. Los rostros de actrices que presentan los signos de abuso de las infiltraciones de la toxina botulínica, como la pérdida de expresividad facial o la caída de párpados, son un claro ejemplo.
Conoce más
El nuevo libro de Eric Finzi
Inyecciones que ‘congelan’ emociones
Estudio sobre los efectos del botox en el cerebro