Weber y el COVID-19

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Max Weber murió el 14 de junio de 1920. Además de dejar inconclusos varios debates intelectuales, heredó a su esposa Marianne, una serie de problemas, entre ellos, alimentar a cuatro hijos recién adoptados. Este científico alemán, referente del pensamiento sociológico del siglo XX, construyó una buena parte de su obra en los vaivenes que le provocaban sus laberintos mentales, los cuales, además, tenían a su esposa al borde de la depresión y en el manicomio. Por cierto, algunos historiadores resaltan que Marianne era igual o más brillante que él, además de ser una destacada feminista.

En un cuartel de Estados Unidos, un soldado desarrolló una extraña enfermedad que muy pronto desencadenó una de las más terribles pandemias que ha vivido la humanidad. Era el año de 1918 y al padecimiento se le denominó gripe española. El problema se agudizó cuando los infectados fueron enviados a combatir en lo que era la primera guerra mundial. A los gringos no les importó diseminar la enfermedad, y prefirieron participar en el botín de una guerra que estaba decidida.

Con cifras alarmantes en contagios y fallecimientos, México vive la tercera ola de la pandemia. En la sociedad mexicana la tragedia ha tenido diversas perspectivas; en un principio menudearon las voces de incredulidad, cuya postura fue estimulada por el discurso del Gobierno. Luego, las escenas de hospitales saturados y las filas de carrozas en espera de un lugar para cremar a los cadáveres nos revelaron la realidad de la emergencia sanitaria.

Meses después, la disminución en el ritmo de muertes y los discursos triunfantes escondieron la pesadilla. Ahora, crece una narrativa que, de forma consciente o no, esconde el fracaso de las políticas públicas para frenar el problema: “la economía no puede morir”, es la consigna que se repite o se desliza en la sociedad.

Max Weber murió de fiebre española en un rebrote que aconteció dos años después del caso cero. Tenía 56 años, y fue uno de los 50 millones de personas que perdieron la vida por esa causa. Para tener idea de la una magnitud de lo que representaba esa cifra, basta recordar que la población total de México ascendía a los 10 millones de personas.

Dicho sea de paso, también nuestro país fue víctima de esa enfermedad. Si bien hasta ahora no hay consensos sobre la cifra de defunciones. El impacto se puede apreciar con John Womack, quien concluyó que esa pandemia había sido determinante en la derrota zapatista.

Para el caso actual, la economía mexicana ha sido un valor preponderante en el criterio del Gobierno a la hora de tomar sus decisiones; sin embargo, no debemos olvidar que el avance económico del país se había frenado antes de la pandemia.

El COVID-19 agudizó los problemas para un crecimiento efectivo: un crecimiento a partir de los indicadores de 2018, que son los únicos válidos para evaluar si México ha avanzado o no.

Esto suena evidente, pero poco sirve a quien muere en una economía boyante. En este sentido, no puede haber pretexto para salvar vidas. La tercera ola tiene que ser enfrentada desde la racionalidad de la ciencia y con la seriedad y calidad que le corresponde a la catorceava economía del mundo. No estamos para un populismo neoliberal que sostenga: “que se muera quien se tenga que morir”. Mucho menos, para culpar solo al COVID-19 del deterioro de la economía nacional.

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