Ni antes, ni después, sino precisamente en medio del proceso electoral, Alejandro Poiré anuncia el programa Morelos Seguro, como si ello pudiera hacer diferencia en materia de seguridad en aquel estado.
No obstante, es claro que él espera que sí redunde en el resultado de los complicados comicios que enfrenta el partido oficial en aquella entidad.
El grotesco proceder de la presente administración para continuar haciendo campaña durante la veda con los “logros” de este gobierno, ha hecho poco por reposicionar a los candidatos albicelestes.
Sin embargo, la exagerada exposición del ministro del interior en los medios de comunicación nos recuerda constantemente una más de sus promesas incumplidas.
Sí, el de las listas prometidas. Aquellas que nos pudieran dar una idea menos aventurada de la cantidad de víctimas que esta estéril masacre nos ha dejado, siendo claro que estamos peor de lo que estábamos al inicio del sexenio.
A diferencia del nacido muerto Renave, el muy deseado Renavi es el único instrumento que brindará un número de fatalidades más cercano a la realidad.
El Registro Nacional de Víctimas, que para algunos solo pudiera entrañar morbo, y para otros sería el parámetro de ineptitud del equipo saliente, en realidad es el único instrumento que permitirá sacar a los agraviados de las ominosas estadísticas mensuales al asignarles un identificador individual que permita dar seguimiento a las indagatorias, haciendo viable conducir procesos caso por caso. La fórmula actual solamente garantiza una masiva impunidad.
Hoy, después de aparecer en los periódicos, se apilan expedientes que es imposible rastrear y que no permiten impulsar la continuidad de las investigaciones o procesos penales, ya que al paso de unas semanas, simplemente engrosan el abultado cerro de números irreconciliables, asignados por ministerios públicos, jueces y policías, a lo largo y ancho del país.
Al cabo de unos meses, los nombres y números ingresan al limbo de los muertos del sexenio calderoniano, en los que de manera arbitraria y poco seria se ha llegado a la cifra de 60 mil caídos, dato que –con poca resistencia– acepta el Gobierno Federal, dado que el número negro apunta a duplicar, triplicar o multiplicar de alguna manera esa cifra.
En tanto no exista un registro auditable y fiscalizable de las muertes acaecidas, no solo no se hará justicia, sino que no es realista decir que las autoridades mexicanas atienden de manera pulcra, técnica y eficaz los procesos tendientes a aplicar el cada vez más ligero “peso de la ley”.
En efecto, en lugar de proferir esos discursos aparentemente elocuentes, el secretario de Gobernación debiera ocupar las semanas que le restan en el cargo para cumplir cuando menos uno de los ofrecimientos que hiciera ante los micrófonos para tratar de justificar su inexplicable nombramiento.
La lista de los caídos, no solo los de nacionalidad mexicana, sino también los originarios de Sudamérica, seguirá siendo el reclamo.
Es claro que saben que la primera lista publicada provocará reacciones desde Tijuana hasta Tierra del Fuego, ya que hasta hoy ha sido fácil pensar que el ser querido enterrado ha sido considerado entre los 60 mil muertos, pero cuando aparezcan las primeras listas, los nombres de los fallecidos reclamarán omisiones, derribando la cifra calculada a la mexicana.
Es cómodo seguir haciendo anuncios de programas que otros ejecutan, pero al menos habría que reconocer que no se es capaz de cumplir lo dicho.