Se despierta a las 6:30 de la mañana desesperado por empezar el día. Hay mucho que jugar. Hay mucho que aprender. Es mi hijo Daniel, de 5 años, que, desde esa hora y hasta las 10 de la noche, no para un instante. Está hambriento de conocer, de vivir. Y lo hace a través del juego.
Se apasiona con cada nuevo dibujo, con cada nueva especie animal que conoce, con cada nuevo superhéroe, con cada nueva posición de ninjutsu, con cada nueva historia que le leo.
Al verlo me pregunto en qué momento dejamos de jugar y nos empezamos a tomar la vida tan en serio, a encerrarnos en la burbuja de los “deberes”.
“Es lo normal”, dirán muchos. “Cuando creces hay que asumir responsabilidades, madurar y dejar de jugar”, dirán.
Pero sacar el juego de nuestras vidas me parece uno de los más grandes errores que hemos cometido como humanidad. Y aún más en esta nueva era de inteligencias artificiales, divisiones a ultranza, y cambios tan veloces y tan difíciles de entender.
“¿Necesitamos más personas que sean buenas para memorizar respuestas a preguntas y responderlas? ¿Que hagan obedientemente lo que se les dice, sin hacer preguntas? ¿O necesitamos más personas que hagan nuevas preguntas y encuentren nuevas respuestas, piensen de manera crítica y creativa, innoven, tomen iniciativas y sepan cómo aprender en el trabajo, por sus propios medios?”, se pregunta Peter Gray, profesor e investigador del Boston College, en su ensayo The play deficit.
El autor asegura que, desde hace 50 años, se han reducido las posibilidades de juego libre para los niños en Estados Unidos y otros países, pues tenemos a nuestros hijos cada vez más tiempo en la escuela o en actividades extraescolares.
La privación del juego, dice Peter, no sólo afecta su capacidad de aprendizaje, sino que favorece la ansiedad, la depresión, el narcisismo, la falta de empatía y la pérdida de creatividad.
¿Qué efecto tiene la falta de juego entre los adultos? ¿Cómo podría mejorar nuestra vida si jugamos más?
Hazlo divertido
“¡Parece que no tuviste infancia!”, me regañó una compañera en la universidad, cuando me vio saltar de pupitre en pupitre a risa tendida, una tarde que no llegó el profesor. Y era verdad: había sido un niño tímido que vivió el bullying desde pequeño y que tardó muchos años en saber que la vida era algo más que deberes y obligaciones.
Si hoy pudiera contestarle a esa compañera le diría: “Tú también juega, nunca dejes de jugar”.
Lo dice tajante Peter Gray: “Jugar es aprender”. Cuando le quitamos la parte de “obligación” y le ponemos el toque de “diversión” entonces aprendemos más fácil porque la estamos pasando bien.
Imagínate si ponemos los problemas de tu compañía como en un tablero de juego y juntamos a los miembros del equipo como jugadores, estoy seguro que surgirán soluciones innovadoras y efectivas.
Jugar, además, tiene infinidad de beneficios, como reducir tu estrés, mejorar tu salud, aumentar tu creatividad, elevar tu sentido de esperanza y tener una mayor satisfacción con tu vida.
Jugar, reír y divertirnos son las mejores maneras de aprender el mundo, de crear cosas nuevas y de cambiar las que no nos gustan. ¿Jugamos?