Por no ver la realidad social que se relaciona directamente con la infraestructura, estamos padeciendo los efectos graves de una planeación urbana que durante décadas está a merced de las cúpulas de poder.
También estamos padeciendo la falta de orientación hacia la solución de problemas que realmente se son necesidades de los habitantes de las urbes.
Y no solamente es culpa de éstos, sino de asumir con responsabilidad un futuro que más que lleno de tendencias de expertos, está repleto de retos colectivos de experiencias que en este país sabemos que debemos enfrentar, pero que no hemos podido hacer.
Con una política pública federal que reconoce a las urbes como epicentros de la vida social, son pocas las voluntades políticas, los presupuestos y las intenciones de colaboración de la ciudadanía (que, vale la pena aclarar, está enfrascada en su propia aristocracia ciudadana para la opinión más que para la acción) que van en la misma dirección de teorías complejamente elaboradas con fotografías europeas, o americanas, y que escasamente, también, conciben un proyecto en común de colaboración que responda a las demandas de lo local, como al proceso de aprendizaje del mismo.
Por eso, una y otra vez, aunque parezca “piedrita en el zapato”, hay que repetir que la planeación urbana debe basarse en la experiencia local. En su última visita a Monterrey, en conversación con el arquitecto colombiano Alejandro Echeverri, coincidimos en la necesidad latinoamericana (porque esto no es exclusivo de una sola ciudad) por aprender a trazar la trama urbana desde las distintas comunidades.
Por comunidades no entendidas a manera de barrios fragmentados, sino de perfiles, personalidades e incluso emociones de grupos de personas que conviven, o coinciden, en un mismo lugar.
De ahí que cada vez es más urgente que la planeación urbana esté orientada a resolver problemas públicos que tomen a esas realidades como una brújula.
Tendríamos, entonces, que aceptar lo “grotesco”: nuestra baja competitividad urbana a nivel internacional, por ejemplo, e incluir en estos diagnósticos no sólo la cantidad, la calidad o la estética de la infraestructura, sino su relación con los problemas cotidianos de los usuarios como respuestas a sus imaginarios.
Es decir, no es cuántos puentes peatonales hay, sino si realmente esos puentes resuelven un problema urbano.
La pornografía de la urbe que bien podría parecer de mal gusto y obscena para los paradigmas que hemos creado y alimentado con el paso de los años, en consecuencia de ese evidente rezago, es actualmente una de las piezas claves para comprender qué es lo que está pasando en esas comunidades que responda a la “idealista” agenda que los técnicos han gestado en los últimos años.
Tenemos la obligación que, en estos momentos es casi “inmoral”, de desnudar las ciudades sin miedo al “qué dirán”, sin temor a que esta información no salga en las primeras planas de los periódicos y sin querer forzar resultados sin disfrutar este proceso que se está generando en muchas ciudades del continente.
Hablar entonces de la discriminación entre los barrios que forman “gettos”, la infraestructura obsoleta, el abandono de las plazas públicas tradicionales, los megaproyectos que lastiman al medio ambiente con impunidad absoluta, los servicios públicos precarios y un sinfín de situaciones que deberían ser expuestas en el pornourbanismo que tienen que ver más con la ética que con la estética, aunque sus gremios al leer esta columna puedan armar un “escándalo” por eso.
Nada como desnudar la ciudad en el proceso. Si hay un artista que me gusta y refleja este sentido de exposición como catapulta para la reflexión es Banksy.
En sus obras de arte demuestra otras narrativas de la infraestructura. No es lo que vemos de manera tangible, sino una segunda y hasta tercera versión de una misma imagen. Eso es el pornourbanismo que propongo, el que puede generar la curiosidad de encontrar algo más grotesco, que no deja nada a la imaginación y que en el detalle exhibe la intimidad de lo urbano. Que incluso genera ganas por ser, hacer y resolver más que por “planear” el rezago. O como diría el difunto Steve Jobs: “La mejor forma de predecir el futuro es inventarlo”.