Millones de bandas existen en el planeta, pero no hay en la actualidad una sola de la talla de Metallica, con su influencia, trascendencia histórica y poderío extramusical.
Alguien podrá decir que los Rolling Stones rebasan a la banda californiana en importancia cultural y en cualquier otro renglón; pero desde el inicio fui muy claro, escribí “en el planeta”… los Rolling Stones pertenecen a otra galaxia.
Otros dirán que Bad Bunny y BTS hoy sobrepasan a Metallica en popularidad, ventas y suspiros de los fans. Y que algunos grupos, como Coldplay, son también fenómenos que prolongan su magnetismo y siguen llenando estadios.
Pero lo que estoy evaluando es mucho más que la relevancia comercial y el furor que desatan quienes son el sabor de moda o quienes han extendido su atractivo un par de décadas.
Gran mérito de ellos, pero Metallica se cuece aparte. Quizás cuando ronde las cuatro décadas de trascendencia musical y cultural, cuando haya sufrido altibajos artísticos y sus fans de origen lo odien pero muchos nuevos lo amen, dedicaré un artículo a Bad Bunny (alguien que me lo recuerde, por favor).
Hace unos días se anunció la presencia de Metallica en la CDMX para ofrecer cuatro conciertos. No es la primera ocasión que el cuarteto viene a nuestro país, por lo cual la noticia no tendría por qué asombrar. Después de todo, México es una de las plazas de mayor interés para los grandes artistas mundiales y prácticamente todos vienen.
Solo que ahora Metallica anunció sus presentaciones con casi dos años de antelación: sus shows serán los días 20, 22, 27 y 29 de septiembre de 2024… Las entradas salieron a la venta el pasado 1 de diciembre, un reto a la confianza o la devoción de sus seguidores porque ¿estaremos aún vivos para cuando lleguen las fechas?
Anunciar una gira de dos años de duración y empezar a vender las entradas cuando la estabilidad emocional y económica de la humanidad pende de las decisiones de megalómanos, oligarcas y populistas de alcance global, sin contar la amenaza del coronavirus o cualquier otra calamidad pandémica, es de locura.
Tal anticipación solo se entiende –y se acepta– por tratarse de Metallica, pues la banda suele renovar los límites de lo que se considera “normal”.
Por ejemplo, ¿desde cuándo es normal que una banda de metal, el género ruidoso por excelencia y dirigido a un nicho reducido, supere en términos de popularidad, ingresos e influencia a los artistas de otros tipos de música supuestamente más “comerciales”?
Aunque hay nombres muy fuertes en el heavy metal y sus derivados que históricamente se han codeado con los artistas pop, rock, rap y lo que sea que esté de moda, como Guns N’ Roses, Mötley Crüe, Iron Maiden, Kiss y AC/DC, ninguno como Metallica.
Desde 1991, cuando lanzó el llamado “Black Album”, el estatus de la banda creció y creció, incluso en sus peores momentos artísticos y personales, hasta escalar la cima del Olimpo del Rock y del consumo “mainstream”, con todas sus implicaciones..
Cualquier trayecto empieza con un primer paso. Fue en 1981 cuando el encuentro en Los Ángeles de dos adolescentes, uno originario de Dinamarca y el otro de Estados Unidos, marcó el rumbo y el destino de la banda que hoy ostenta el nombre de Metallica.
Dejemos los apuntes biográficos para su consulta en Wikipedia y repasemos la dinámica vital de aquello que iniciaron Lars Ulrich y James Hetfield cuando decidieron tocar juntos.
Músicos incipientes cuya destreza no era particularmente prodigiosa, Lars (baterista) y James (guitarrista) contaban con el ingrediente artístico que representa el primer diferenciador para no ser del montón: estaban dispuestos a tocar solo el estilo de música que les apasionaba, no el que prefería el público (de aquel entonces).
Parece poca cosa, pero si vemos cómo los rebaños –no solo de músicos y artistas, sino de todo– siguen a los pastores que marcan las modas, las directrices y las prioridades, podremos entender que caminar a contracorriente no fue sencillo para aquellos mozalbetes. Se requiere voluntad, autoestima y terquedad para apostar por las creencias propias en vez de someterse al yugo de las tendencias que, tras cumplir un ciclo, desembocan en la repetición y la mediocridad.
Metallica pertenece a la generación de Mötley Crüe, Bon Jovi, Ratt, Poison y miles de otras bandas que en los años 80 cultivaron una especie de hard rock de guitarras poderosas y estribillos pegajosos, combinado con la frivolidad del pop más barato, todo envuelto en.una imagen “glam” de músicos más bonitos que sus fans femeninas.
Era la moda y había millones de dólares para repartir entre los sobresalientes. Metallica pudo haberse suscrito a ella, pero no, el grupo lo que hizo fue tomar la dirección opuesta.
La orilla contraria, la del metal más rudo, no estaba despoblada. En la escena más tarde denominada thrash metal coincidieron numerosos músicos herederos del hard rock más viril de la década anterior, para generar un mercado marginal pero que les permitía subsistir, trato nada despreciable para quienes tocaban motivados por la pasión y por la testosterona, no tanto por la fama y la riqueza.
En ese contexto apareció el primer álbum de Metallica en 1983, “Kill ‘Em All”. Fue lanzado por un sello independiente, obvio, porque a ninguna de las grandes compañías disqueras se le ocurriría grabar a una banda con esa música tan “fea” y que además ahora residía en San Francisco, en vez de en Los Ángeles, la meca del glam metal de moda.
Por aquellos días el cuarteto se había consolidado con la integración del bajista Cliff Burton, el más dotado en términos técnicos, y el guitarrista Kirk Hammet, quien aterrizó en la banda casi al momento de grabar el disco debut, en reemplazo de Dave Mustaine.
El guitarrista expulsado, pieza importante porque era además buen compositor, fue obligado a salir del grupo por borracho y por problemas de personalidad que llevaron al hartazgo a sus compañeros.
Fue una prueba más de que la voluntad de avanzar por parte de James y Lars no se doblegaría ante nada. La música furiosa que producían requería también disciplina y fuerza laboral, y Mustaine no daba el ancho aunque, vaya paradoja, habría de convertir a Megadeth, su nueva banda, en una de las principales del género, pisando los talones de Metallica en los años siguientes.
Tras su debut discográfico llegaron otros dos álbumes que amplificaron a nivel mundial la influencia aún subterránea de Metallica: Ride the Lightning (1984) y Master of Puppets (1986).
Para la segunda mitad de los años 80, en cualquier rincón del planeta donde hubiera chicos pulsando guitarras eléctricas y golpeando tambores, una referencia muy probable eran las canciones o el estilo de Metallica.
Obras maestras del trash metal, los tres primeros discos son el fundamento de la gloria que alcanzaría la banda más adelante. Era un grupo salvaje y ríspido como sus contemporáneos en ascenso Slayer, Anthrax y Megadeth, pero con un chisguete melódico que conectaba de forma espectacular con la audiencia. Siempre fue mucho más fácil cantar o tararear las canciones o los riffs de Metallica, que los de sus colegas.
Caso curioso el de Lars, un baterista con severos límites en su técnica pero no en inventiva. Como él lo ha dicho, no es un súper baterista pero sí el mejor que existe para acompañar los guitarreos de James Hetfield.
A él tampoco podríamos llamarle virtuoso en el sentido tradicional del término, aunque sí un genio para crear figuras memorables con su guitarra, pasajes inmortales dentro de los parámetros del metal. Otra lección de vida de Lars y James: valen más el ingenio y la originalidad, que la habilidad extraordinaria.
El cuarto álbum fue la culminación de la ruta trazada por Metallica al nacer. Ya sin la participación del bajista Cliff Burton, quien murió en un accidente carretero durante una gira por Dinamarca, …And Justice for All (1988) terminó por llevar a la banda al tope del mercado del metal más heavy.
Ahí, entre los álbumes de mayores ventas, al lado de los artistas mega comerciales, se había colado Metallica con su obra más sofisticada hasta la fecha, pero ¿podría seguir avanzando en subsecuentes producciones?
En 1991 el cuarteto parió el álbum que selló su destino. Intitulado “Metallica” pero conocido como el “Black Album” por su portada, el nuevo disco aún sonaba rabioso aunque ya sin exudar la peligrosidad de antaño.
Metallica otra vez arriesgaba el pellejo haciendo su voluntad, ahora al desatender las expectativas y exigencias de su estatus de banda metalera extrema, y en su lugar abriendo el campo de acción para experimentar con música más suave, aún con mayor carga melódica en las canciones.
“¡Vendidos!”, clamaron los inquisidores desde el inframundo del metal subterráneo cuando el disco negro multiplicó el impacto del grupo en todos los ámbitos, desde las ventas de CDs, casetes y boletos para conciertos, hasta la presencia en los medios masivos de cualquier país, además de generar inspiración y la clonación masiva de su sonido a escala mundial entre millones de adolescentes aspirantes a músicos.
Metallica ya no era una banda de nicho, sino reconocida por cualquier clase de persona en el globo terráqueo; y sus integrantes se volvieron millonarios, incluido el más nuevo de ellos, el bajista Jason Newsted.
Tres décadas después la historia registra más capítulos que dan fe del carácter excepcional de la agrupación aún comandada por Lars Ulrich y James Hetfield. Vaya, el grupo siempre ha hecho lo que se le pega la gana, ha impuesto sus condiciones y se ha embarcado en aventuras de riesgo mayor, incluso con problemas existenciales, todo lo cual finalmente resuelve a punta de buenas canciones (las de antes o las nuevas que va sacando con los años).
Ejemplos de pasajes caóticos en la vida de Metallica, ocasionales pero recurrentes: antes de Spotify y demás plataformas de streaming que hoy pagan muy poco a los artistas, la banda luchó públicamente contra Napster, antecedente directo de la distribución de música en línea. A mediados de los 90 los cuatro músicos cortaron sus melenas rockeras para ofrecer una renovada imagen “alternativa”, lo cual representó una agresión a su pasado metalero. Casi se desintegra la banda en un momento de inestabilidad extrema de sus miembros pero al final solo Newsted se fue, en la decisión más absurda de la historia del universo en opinión de millones de bajistas mal-pagados. En 2003 el grupo lanzó un álbum que parecía grabado en el cuarto de baño (suena horrible), y después grabó un disco con Lou Reed, artista ajeno por completo al metal.
Tal vez su prestigio se ha abollado de vez en cuando, pero los detractores importan menos que la sangre joven que va descubriendo el legado musical del grupo.
The Metallica Blacklist (2021), un álbum con 53 artistas re-creando las canciones del álbum negro, con versiones hasta de jazz y reguetón, seguro dio entrada a un alud de nuevos seguidores juveniles, como también lo hizo la serie Stranger Things al cerrar su temporada con una escena épica al compás de “Master of Puppets”.
En la madurez de su carrera, los más recientes álbumes de Metallica marcan el rumbo hacia el estilo thrash metal de sus inicios.
No es lo mismo de aquellos tiempos, pero para los admiradores más veteranos (no viejos) de la banda es gratificante escuchar piezas como la nueva “Lux Æterna”, adelanto del álbum 72 “Seasons” anunciado para salir el 14 de abril de 2023.
A 40 años de distancia, Metallica sigue haciendo lo que dicta su instinto, sus intereses y su voluntad. Así sean desafíos tan disparatados como poner a la venta las entradas para conciertos en 2024. Por allá nos vemos, entonces, en el Foro Sol.