Aspirar o acceder a un cargo de servidor público es hoy, tristemente, poner la vida en riesgo: hace unos días, en una de mis visitas a los estados, se me acercó un alcalde para confiarme que unas semanas atrás había sido secuestrado y amenazado de muerte por un grupo delictivo, que le exigió la entrega periódica de una parte del presupuesto del municipio. Los criminales sabían cuándo serían radicados los recursos; evidentemente, habían sido avisados por alguien con acceso a esa información.
En otra ocasión supe, en voz de los quejosos, que algunos empresarios se reunieron con un alcalde para manifestarle su preocupación por la inseguridad, y este les explicó que estaban por arreglarse las cosas, pero para ello tendría que ceder a la presión de grupos delincuenciales que le exigían dinero.
Aún más alarmante es que esto comienza en fases previas al ejercicio del cargo público: la delincuencia organizada ha extendido sus tentáculos a las elecciones, convirtiéndose así en la mayor amenaza para la democracia. Esta terrible situación, que tiene una monumental importancia, no está siendo reconocida, y lo que no se reconoce no se puede cambiar. Hay quien prefiere evadir la responsabilidad de un debate electoral de mucho mayor calado del que ahora existe.
Si antes los cárteles concentraban su actividad en todo aquello que oliera a ilegalidad en el sector privado y cooptaban mayormente elementos policiacos, hoy participan en política financiando campañas electorales, para extraer más dinero después. En ambos casos lo hacen directa o indirectamente. En este último –como lo ha documentado la periodista de investigación Anabel Hernández–, por medio de empresarios que se prestan o se ven obligados a participar. Y si esto no funciona, amenazan y asesinan a quienes se niegan a aceptar su coacción.
De acuerdo con la consultora DataInt, en el proceso electoral de 2020-2021 fueron asesinados 32 aspirantes, precandidatos y candidatos, titulares o suplentes; 21 de ellos a alcaldes, cinco a regidores, uno a síndico, tres a diputados locales y dos más a otro tipo de cargo no especificado; ocho de Veracruz, tres por estado en Morelos, Guanajuato y Jalisco; dos en Guerrero, Oaxaca y Quintana Roo y uno en Michoacán, San Luis Potosí, Chihuahua, Chiapas, Nuevo León, Baja California, Querétaro, Tamaulipas y Sonora. Pero, además, en las pasadas elecciones se registraron, en general, 782 hechos delictivos contra políticos y aspirantes, ocho más que en los comicios del 2018.
De nada sirve que el INE funcione bien si en el proceso electoral se impide la democracia.
Es urgente actuar ante este nivel de violencia y el, hasta ahora, imparable, por permitido, avance del narco en los procesos electorales, para tomar el control de las estructuras gubernamentales en un cada vez más amplio territorio.
Hace unos días estuvo en la Cámara de Diputados el Secretario de Gobernación, Adán Augusto López, y encontré en él una preocupación similar y también un sentido de urgencia para enfrentar la situación.
Indiscutiblemente esto tiene solución, todo es cuestión de querer. Como lo manifesté cuando era gobernador de Coahuila, y damos testimonio de ello Rubén Aguilar y yo en el libro Jaque Mate al Crimen Organizado, la voluntad política es la piedra angular de la estrategia en la lucha contra estas agrupaciones delictivas.
Seguiré insistiendo en cambios constitucionales y legales para evitar que el crimen organizado se apropie de los procesos electorales. Me preocupa el silencio del Instituto Nacional Electoral en esta materia y reclamo posiciones más firmes al órgano garante en el tema.