Esta es la historia de dos jóvenes en 2019. Ambos de la misma edad, clase social, viviendo en el mismo país y en la misma ciudad, y con familias unidas. Sin embargo, sus hábitos los convierten en seres muy distintos.
El primero vive lleno de estímulos. Tiene Facebook, Instagram, LinkedIn…todas las redes sociales de moda, e incluso las que apenas están pegando. Es muy activo en ellas, acostumbra postear por lo menos una vez al día. Aparte, tiene un fiel séquito de seguidores: cada foto que sube obtiene por lo menos 100 likes, sus tuits son comentados con detalle y sus memes son glorificados. Es influencer, youtuber, y blogger, entre otras decenas de pseudónimos del ciberespacio. Gran parte de su vida transcurre dentro de las redes.
El segundo tiene una apatía por el Internet. Ni siquiera tiene una cuenta de Facebook activa. Sí cuenta con Instagram, pero casi nunca lo usa, solo cuando quiere estar al tanto de amigos o divagar en la vida de desconocidos. Es un usuario pasivo, cuyo placer muy ocurrente consiste en navegar los perfiles de sus amigos de forma discreta.
Ambos tienen sus ventajas y desventajas en la vida, tanto a nivel social como a nivel personal.
El primer joven goza de la popularidad en sus redes. Sonríe cuando ve sus cientos de notificaciones en WhatsApp y los memes que le comparten en los grupos de los temas más actuales, desahoga sus pensamientos y anécdotas en menos de 240 caracteres, en los cuales se encarga de desbancar a las celebridades y de contar sus peripecias con acidez.
Eso en los días buenos.
En los malos prefiere usar sus videos y lives en Instagram para desahogarse. Acostumbra a dar consejos y a hablar con detalle de sus problemas. Siente confianza con sus seguidores, e incluso en quienes no sabe que lo están observando. Utiliza a sus fanáticos como psicólogos, mientras las plataformas digitales funcionan como diván.
En general, es un hombre confiado y seguro, sin secretos. Todo lo comparte con el mundo, incluso las cosas más mundanas. Su vida es utilizada a merced de su público internauta.
Sin embargo, en casa, con familia, usa el celular como escudo para no tener que interactuar.
El segundo joven prefiere leer artículos, tanto de libros como de Internet, ver películas y series, de DVD y de Netflix, y relajarse en casa. Se aísla de todo el fervor de las cuentas, las solicitudes de amistad, los seguidores y todos esos pormenores. Si acaso presta atención a ellas, lo hace mínimamente, como un anónimo, husmeando los anaqueles virtuales de sus compañeros. Puede gozar de una tarde tranquila sin el celular al lado suyo, conviviendo con sus familiares. Encuentra otros tipos de entretenimiento, excluyendo a las pantallas.
A pesar de ello, también es aislado, aunque no de forma intencional.
En la escuela, los amigos comentan de algo gracioso: un video nuevo, un post, o algún artículo que andaba circulando por ahí. Él ni se inmuta, porque no puede opinar de temas desconocidos, o no se siente con el valor de hacerlo. De las fiestas tampoco se entera, a veces ni se molestan en invitarlo porque es más difícil localizarlo. Cuando los demás están ante el teléfono inteligente, él se siente solo, abandonado, simplemente por una decisión de gusto o preferencia.
Poco a poco, eso lo ha distanciado de tener diferentes tipos de amistades, poder conectar de forma real con muchas personas. De vez en cuando observa las redes y se flagela, porque se pregunta qué sería de su vida si fuera más partícipe del colectivo social.
Ninguna de las dos formas de vida está bien, pero tampoco está mal.
Son simplemente elecciones.
Los dos jóvenes son sólo un ejemplo de dos arquetipos de personas de nuestra generación. En la vida real existen ene cantidad de personalidades, cuyo reto es transitar entre estos dos mundos.
Es innegable ignorar el impacto del Internet en la era moderna. Pero se puede tener la elección de ceder ante los cables o desenchufarlos.