Las posibilidades culturales del centralismo son inagotables. La Ciudad de México es el ombligo de este país y es imprescindible evitar negarlo. Pero el ombligo debe mirar más allá de sí mismo, más allá de lo que un día se llamó la región más transparente del aire, y proyectar sus bondades hasta los confines del territorio nacional y, asimismo, abrirse a lo que se produce tierra adentro.
El anuncio de la creación de la Secretaría de Cultura por parte del presidente Peña Nieto es alentador pero se ofusca y se envilece como distractor, como cortina de humo, por carecer de una discusión y ocurrir como decreto dictatorial. Así lo veo desde el Cerro de La Silla. ¿Por qué ocurre a mitad del mandato del Ejecutivo federal? ¿Cuáles son los temas que el Presidente pretende que los artistas e intelectuales esquiven al dar a conocer la vida de una Secretaría de Cultura? Porque la existencia de una dependencia federal al respecto corresponde a una discusión antigua, al menos desde finales de los años ochenta, cuando el presidente Salinas anunció la creación del Conaculta. Hace una década emergió el tema y luego se dejó al olvido. Peña Nieto resucita la idea de la nada, imprevista, sorpresiva.
Pero la Secretaría de Cultura es necesaria. El modelo de consejos para administrar y promover la cultura, como entidades descentralizadas en las que confluyen pluralidades y aires democratizadores, muestra signos de agotamiento. El ciclo indica que la batuta debe ser asumida por el Estado como una acción relevante, fundamental y decisiva, sin paternalismos ni clientelismos, con certezas de transparencia en los procedimientos y en los criterios de selección y organización de planes y programas.
Sin embargo, la Secretaría de Cultura está llegando sin un proceso que, como consecuencia, fundamente la creación de la nueva entidad. Sin ese basamento, el esquema está condenado a derrumbarse; es impostergable definir y precisar la noción de cultura que se pretende estimular y promover, y entender que resulta prioritario resolver las necesidades culturales de la sociedad en paralelo a las necesidades de los creadores artísticos. Ofrecer a los artistas condiciones para estimular la creación y de difusión y promoción de sus obras, estrategias de proyección y visibilidad de esa obra en el País y en el extranjero. Y abrir el País a expresiones del mundo; observar, aprender, retomar, crecer. Y brindar a la sociedad condiciones de acceso a todo ese patrimonio cultural histórico y contemporáneo que han producido los artistas nacionales de todos los tiempos y el patrimonio cultural y artístico que llega al País a través de exposiciones, espectáculos y expresiones procedentes de otras latitudes.
¿Quién debe dirigir este proyecto? ¿Quién puede articular esa política cultural, pública, de Estado, particularmente de vinculación entre los creadores e intelectuales y la sociedad, y entre la Federación y los estados? Pienso en que la oportunidad debe brindarse a personajes con la experiencia desde el interior del País, con una auténtica visión descentralizadora y republicana. Pienso en personajes como Jorge García Murillo, el hombre de la cultura en el proyecto de gobierno de Colosio, o Alejandra Rangel Hinojosa, académica e intelectual que acompañó en la carteta cultural al canciller Jorge Castañeda.