Toda autoridad, para ser efectiva, requiere al menos dos cosas: facultades legales para hacer valer sus decisiones y credibilidad pública. Lo primero le da fuerza y lo segundo legitimidad. Porque si las personas perciben que, por debilidad o temor, una autoridad no está dispuesta a ejercer su poder, sencillamente no la tomarán en serio y reinará la impunidad.
Por años, el INE ha sido una de las instituciones con más credibilidad en México. Tanto así, que las movilizaciones ciudadanas más grandes de tiempos recientes fueron en su defensa. Gracias a esta autoridad el Instituto ha tenido la solvencia para organizar cientos de elecciones con orden, certeza y en paz. Su gran legitimidad le ha permitido defender el régimen democrático incluso en contextos de alta polarización, como en 2006.
Esta situación está en riesgo de cambiar. Los ataques al Instituto han sido constantes este sexenio; pero durante los últimos meses se han intensificado dos dinámicas particularmente inquietantes. Primero, cada vez más actores políticos, tanto del lopezobradorismo como de la oposición (partidos, sus simpatizantes, funcionarios y gobernantes) desacatan abiertamente al árbitro electoral; a su vez, el INE ha renunciado, en cierta medida, a hacer valer sus atribuciones.
El caso más patente son los procesos anticipados tanto del oficialismo como de la oposición para elegir a quienes habrán de encabezar sus candidaturas presidenciales. La propaganda, los eventos masivos, el dinero, el uso partidista de servidores y recursos públicos: todos los involucrados saben que aquello es ilegal, y todos han decidido simular que no. Las medidas cautelares del INE son crecientemente ignoradas, mientras sus decisiones se apelan sistemáticamente ante el Tribunal Electoral; y si bien esto último es válido, en la práctica se abusa para desconocer decisiones razonables del Instituto, o simplemente para prolongar los procedimientos de queja y burlar la ley el mayor tiempo posible.
Hay quienes argumentan que la legislación electoral es muy restrictiva. Esto es en parte cierto, pero la solución es corregirla, no atropellarla. Algunas voces han insinuado que es pragmáticamente necesario torcer la legalidad para ser competitivos. Este es un cálculo torpe de corto plazo, que contribuye a erosionar la credibilidad del INE y la solidez de nuestra democracia en el largo aliento. Si el INE pierde su autoridad ante los actores políticos que debe regular, si se exhibe como impotente y diluye su respaldo ciudadano, el lopezobradorismo logrará su objetivo, ayudado por la oposición: hacer irrelevante al árbitro electoral, si no en la ley, sí en los hechos.
En 2024 el gobierno probablemente intentará llevar a cabo elecciones de Estado, y con toda seguridad desconocerá los resultados que no le favorezcan. Se necesita un INE institucionalmente fuerte y con amplia legitimidad social, capaz de defender el voto libre. Las oposiciones, tanto partidistas como ciudadanas, harán bien en evitar mimetizarse con el lopezobradorismo y socavar al árbitro electoral. De nada habrá servido la marea rosa si, a la hora de la verdad, sus integrantes se suman, en nombre de un pragmatismo ciego, al esfuerzo oficialista para debilitar el Instituto.