La reciente designación de una ministra de la Corte abrió de nueva cuenta el debate sobre la selección de los integrantes del máximo tribunal del país.
La controversia inicial la pusieron sobre la mesa el partido oficial y el presidente de la República.
A mi juicio, forma parte de una narrativa que se trata de imponer en el ambiente nacional y que busca la construcción de un país polarizado y distante de los problemas reales que acontecen.
La propuesta parece atractiva y es muy sencilla: jueces, magistrados y ministros deben ser electos por el voto popular. Tan tentadora como irresponsable y demagógica resulta la posición de las huestes morenistas.
Los siguientes son algunos argumentos para descalificar la provocadora iniciativa.
Primero, resolver las controversias legales requiere de un alto conocimiento técnico y una formación especializada. En ese sentido, la Corte y los tribunales locales tienen áreas específicas para la capacitación permanente del juzgador.
La reforma constitucional del 2011 en materia de derechos humanos abrió para la jurisprudencia mexicana un amplio horizonte de temas y normas por atender.
El control de convencionalidad y la progresividad en los derechos exigen en el juez conocimientos y aptitudes que antes no se reclamaban para el personal de los poderes judiciales.
Segundo, en las controversias a menudo se oponen derechos de minorías frente a intereses de mayorías.
Resolver no puede ser una cuestión de popularidad o temor a no acceder al cargo por castigo del hipotético elector.
El mejor ejemplo es lo acontecido en el siglo primero en Palestina, el cónsul romano puso a votación la vida de uno de dos reos y de manera unánime y violando todos los procedimientos, se condenó a muerte al hijo de un carpintero.
Parece que el sentenciado, no obstante ser un pacifista que ante las agresiones tenía la costumbre de poner la otra mejilla, no era muy popular en esos días.
Tercero, amplias zonas del país están dominadas por el narcotráfico y sería inocente, por no decir complaciente con el crimen, abrir la posibilidad a su intervención en la elección de jueces a modo.
Cuarto, Ejecutivo y Legislativo sostienen su legitimidad en los votos de los ciudadanos, el Judicial la obtiene de manera indirecta de esos mismos votos y la sostiene con la pertinencia e independencia de las resoluciones.
Un juez que no rinda cuentas técnicas se puede convertir en el superpoder que termine con la democracia.
Quinto, en el mundo y en tiempos recientes solo se ha planteado, y no exactamente igual, esa posibilidad de selección electoral de los juzgadores.
Las democracias han optado por un procedimiento que mira a la excelencia en las resoluciones y a la estabilidad de los criterios.
Ahora bien, si se quiere revisar el actual proceso, solo valdría la pena evaluar la facultad que, sin restricciones, tiene el Ejecutivo federal para proponer y en caso extremo designar a los ministros.
Al respecto, tal vez convenga un sistema que incluya exámenes de oposición y la participación de colegios de abogados, universidades de excelencia y asociaciones de juzgadores.
En la práctica, el último de los supuestos, el de la designación del Ejecutivo, solo se ha dado en una ocasión y fue hace unas semanas.
Mientras andamos en esas polémicas, el país se cae a pedazos.