Mientras unos andan tras el petróleo perdido, otros following the Monex y otros acumulando evidencias para impugnar las elecciones donde habría ganado el candidato del PRI, quien a su vez busca empresas que podrían ser la envidia de Dorian Gray, yo recuerdo a José Saramago y su caverna.
Y es que el domingo pasado me tocó perderme en uno de los más grandes y más populares “malls” al norte del Río Grande, la “Aventura Mall”, cerca de Fort Lauderdale, en la Florida. Y todo para comprarle un ipod a mi sobrino preferido. ¡Menuda lección!
Hacía años que no me sentía tan agredida por gente caminando en estado “relax”, casi levitando, como si estuviera en los Campos Elíseos Parisinos, al ritmo del hosco ruido de bolsas super chic cargadas de artículos de primerísima necesidad rozándoles las piernas sudadas y las espaldas tapizadas de tatuajes, perfumados todos con el aromaterapia de palomitas y jabones de manzanilla, haciendo maromas con la lengua y las manos para lamer y relamer helados super sexi ysuper slim, para refugiarse a veces en sórdidos restaurantes fast-food dizque japoneses porque japoneses intentan comunicarnos que su misión en la vida (o por lo menos ese día) es servirnos suchis y sashimis hechos con peces frescos recién pescados cerca, lejos del mall donde terminaron.
Y es que no hay lugar más poblado, más caótico y menos acogedor en las grandes ciudades estadounidenses (un poco de respeto para una de las grandes excepciones, la Gran Manzana), e incluso en nuestro maravilloso Distrito Federal, que los malls.
Que tristes son esas “cavernas” con luces de neón que, como bien contaba el Premio Nobel portugués, empezaron como una idea excelente: ser un guetto para quienes quisieran ir de “choping” (sin Chopin) y al mismo tiempo liberarse de la invasión de tiendas que los acosan con todo lo que no tienen, y que generalmente tampoco necesitan.
Pero no. Los centros comerciales, que son como laberintos inhóspitos y húmedos, plagados de madres sobreprotectoras o indulgentes, niños histéricos o simplemente gritones, son mucho más que un guetto.
La gente va a pasear, por Dios. Y alguna vez leí que una mujer dijo que quería que sus cenizas fueran esparcidas en un centro comercial, donde había sido tan feliz…
Y es que, pobres de nosotros, ya no tenemos plazas donde caminar ni desarrollar vida pública, mucho menos comunitaria. Recuerdo a Saramago de nuevo:
“En el Centro Comercial no pasa nada. Nuestros antepasados acudían a las cavernas para defenderse de la intemperie y de las fieras: mutatis mutandi, esto es lo que sucede ahora: en el Centro Comercial uno se siente seguro, a salvo: ni siquiera hay que comprar, lo principal es que estés allí, que te acostumbres a encontrar en ese lugar posibilidad de que todos tus deseos pueden ser satisfechos, y naturalmente tus deseos bajan mucho su nivel”.
En La Caverna (2001) de Saramago, se cuenta la historia de una familia de artesanos que fabrica objetos de barro y se da cuenta de que su trabajo ha dejado de ser necesario.
El pequeño negocio de la familia corre peligro tras la creación de un mall. El protagonista, de 64 años, no entiende cómo las industrias de cerámica y sus robots pueden sustituir a los barros amasados.
Saramago logra en su texto plasmar una metáfora sobre nuestros grandes centros neurálgicos hoy en día: los malls, los estadios y las discotecas donde nos movemos con conciencia de autistas, solía decir.
“La Caverna” está basada en el mito de Platón en el libro VII de “La República” y forma parte de una “trilogía involuntaria” del Premio Nobel luso integrada por “Ensayo sobre la ceguera” y “Todos los nombres”, todas excelentes lecturas para estas vacaciones donde los más habitan los malls.