Don Ernesto

“Yo también parí a mi hijo”, dice Don Ernesto con una voz determinante frente al Palacio de Gobierno de Nuevo León, en donde sólo lo escuchamos quienes lo acompañamos y el equipo de seguridad que resguarda el lugar. Con franca impotencia, suplica de rodillas al gobernador Rodrigo Medina para que lo reciban. Pero detrás de esa puerta no hay nadie dispuesto a la empatía con su llanto.

Indira Kempis Indira Kempis Publicado el
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“Yo también parí a mi hijo”, dice Don Ernesto con una voz determinante frente al Palacio de Gobierno de Nuevo León, en donde sólo lo escuchamos quienes lo acompañamos y el equipo de seguridad que resguarda el lugar. Con franca impotencia, suplica de rodillas al gobernador Rodrigo Medina para que lo reciban. Pero detrás de esa puerta no hay nadie dispuesto a la empatía con su llanto. A pesar de eso, Don Ernesto no está haciendo algo indigno, al contrario, se sabe en el derecho de buscar con insistencia a su hijo, Efraín Vidal Flores, a quien desaparecieron de manera forzada el 11 de abril de 2011.

Don Ernesto, como todos le llaman cariñosamente, es un hombre que se enfrenta como padre de familia a uno de los delitos de lesa humanidad que más laceran la vida pública de este país. Delitos que además son un suplicio para los familiares que no tienen la certeza de cuál es el paradero de un hijo, ni quién o quiénes lo desaparecieron. También ha tenido, como muchos otros familiares, que lidiar con el lento proceso administrativo de quienes imparten justicia, o de la ausencia de voluntad política para tomar decisiones.

Contra todo pronóstico de su estado de ánimo, Don Ernesto se ha convertido en símbolo de esperanza para muchos. Porque aunque sobrelleva su dolor con dignidad, sigue siendo una persona que conserva la calma, la esperanza y la fe. A los que lo rodeamos nos ha regalado la posibilidad de ver que, incluso en la crueldad de los seres humanos, debe haber algo que nos haga mover el mundo. 

Cada vez que insiste en que los jóvenes debemos confiar, creer y hacer algo por nuestro país, me da la impresión “agridulce” de entender que no podemos ahogarnos en una amarga queja. 

Los días que junto a Jesús González y Leticia Hidalgo, preparamos el discurso, Don Ernesto tenía palabras para conversar sobre lo mucho que le gusta cocinar, las cosas que debemos aprenderle a las comunidades indígenas y de lo feliz que ha sido preparando los alimentos de estudiantes universitarios, que durante décadas han ido a su casa para comer ahí. Hemos disfrutado de ricos platillos, charlas que si no fuera por el tiempo se extenderían aún más, y una preocupación compartida por la cultura, la música y la literatura. 

Don Ernesto no quería hablar. Llora mucho cada vez que recuerda a su querido Efraín. No es para menos, ¿quién tendría palabras para describir la rabia, la frustración y la impotencia que se siente? Pero en la mañana de este 11 de abril, hay un ciudadano diferente. Aquel que se da cuenta que, aunque sólo tenga su voz para expresarse, está dispuesto a hacer uso de su derecho a la justicia. Y, siendo un hombre tan culto como es, también le aconseja a su gobierno que una de las estrategias para combatir el crimen debe enfocarse en nuestra humanización mediante el apoyo a la promoción de la cultura. No es un experto al que le pagan en dólares, pero sabe usar el sentido común. 

Me impresiona que el movimiento de estos padres y madres, en donde la mayoría son mujeres, este hombre demuestre, tal como afirmó, que el también parió un hijo. Además, insiste en que así como está buscando a Efraín, busca a Damaris, Roy, Gustavo, y una larga lista de víctimas del delito de desaparición forzada. Gente por la que hasta el momento, no han respondido eficientemente las autoridades en México. Su razón: “todos son sus hijos”. 

Si Efraín pudiera leer este texto que, seguramente se perderá en los puestos de periódicos, sabría perfectamente que describo a su padre. Lo reconocería porque además de cargar una gran cruz al pecho junto a su fotografía que está sujeta a un pequeño seguro, es un hombre que entre sus sollozos resguarda, defiende, su propia felicidad. 

Efraín, si alguien cercano a ti pudiera leerte este pequeño texto, también reconocería que sólo tú eres hijo de Ernesto, porque mientras todos sigamos siendo responsables de estos delitos, tú no dejarás de ser el lazo más fuerte que tu padre tiene con el juego de probabilidades. 

Porque Don Ernesto, el que no podía hablar porque rompía en un llanto natural, está ahí, esperándote, convencido que mientras haya personas comprometidas con la justicia siempre estará en sus ojos la esperanza de verte regresar.

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