Contrarreforma
Deseable será en breve término volver al camino correcto. Comprobado que la fórmula reformar por reformar, nada aporta al desarrollo nacional, y menos si se hace de manera intempestiva, nos daremos cuenta que hemos dado vueltas de 360 grados.
Las leyes no son un fin en sí mismas, sino que ellas deben ser valoradas en el terreno de los hechos. La Constitución, más que reformada, puede decirse que fue salvajemente ultrajada, a grado de perder la identidad alcanzada tras la revolución.
Gabriel Reyes OronaDeseable será en breve término volver al camino correcto. Comprobado que la fórmula reformar por reformar, nada aporta al desarrollo nacional, y menos si se hace de manera intempestiva, nos daremos cuenta que hemos dado vueltas de 360 grados.
Las leyes no son un fin en sí mismas, sino que ellas deben ser valoradas en el terreno de los hechos. La Constitución, más que reformada, puede decirse que fue salvajemente ultrajada, a grado de perder la identidad alcanzada tras la revolución.
En efecto, miente quien diga que aún somos una federación, somos una república profundamente centralista y ahora dicha situación ya se recoge en la Carta Fundamental. El azote a las subordinadas legislaturas estatales demuestra su domesticación, en el doble sentido, en cuanto a que ya sólo están para “regular” asuntos domésticos y en cuanto al nivel de vasallaje que viven.
Ahora en la Constitución formal queda todo ese capítulo no vivo, que regula al Congreso de la Unión, sí, ese que lo dibuja como un poder independiente e igual a los otros dos, cuando cualquier ciudadano de a pie, puede dar cuenta exacta de que ahora son lobistas del poder público.
En efecto, ya los lobistas de las empresas son algo completamente ornamental, ante la acción de los verdaderos cabilderos, todos ellos ahora tienen curul, representan algún factor real del poder. Sin embargo no cabe duda que el mayor número de cabilderos lo tiene el Ejecutivo Federal, ya que sus huestes hacen de todo en las cámaras, menos legislar, eso se hace muy lejos de los recintos parlamentarios, y las iniciativas ya llegan con una raya que dice “firme aquí”.
Tras año y medio de gobierno, uno recuerda aquellas campañas que enarbolaban la reducción del número de legisladores, viendo que en realidad contamos con 628 voceros, que si conocieran los temas en la décima parte de lo que los platican, estarían en condiciones de legislar.
Reducir las cámaras a una quinta parte de su tamaño actual, aún dejaría sobrado al pequeño círculo de nuncios de las dirigencias partidarias que deciden las leyes, pero reduciría el gato pardismo y la gestación de promotores profesionales que cobran más por fuera que en nómina. Muchos son los procesos que son rehenes de los protagonismos personales, más pactados que la lucha libre, en los que se alargan contiendas simplemente para encarecer la cobranza.
La reelección de legisladores pronto probará que lejos está de ser buena, en un país en donde más que el poderoso, omnipotente es doña corrupción. No contamos aún con electores, ni mecanismos que realmente premien al eficiente y desplacen al perverso, por el contrario se perciben en las presidencias de comisión a quienes debieran estar impedidos de serlo.
Remar hasta encallar no es progreso, reformar como se ha hecho tampoco.
Somos una república centralista judicial electiva y la Constitución cada vez lo reconoce de mejor manera.
Si en efecto queremos progresar, debemos regresar al camino perdido hace 30 años. ¿La oportunidad? El centenario de la Constitución.