En efecto, el pacto se da entre las principales fuerzas políticas porque han sido ellas las que han negado a la República las enmiendas legales que necesitaba hace una década.
El regateo no ha sido impuesto por la ciudadanía, por ello, el inconsulto pacto sucedió entre quienes algo tienen que dar o pedir.
Fue la tozudez de Felipe Calderón y la falta de oficio de sus secretarios de gobernación, lo que anuló toda posibilidad de cambios en el andamiaje jurídico, impidiendo que el país saliera del marasmo que ocasionaron años de improvisación.
Todos sus ministros del interior, muertos o vivos, carecían de las más elementales nociones de política interior y olvidaron que la política es un arte de resultados.
Lastimero desempeño de oportunistas que aceptaban puestos lejanos a sus capacidades, pero cercanos a sus ambiciones. Retóricos, expertos solo en obtener dadivas del gobierno, demostraron que no basta verborrea para ocupar la silla de Bucareli.
Hoy, quieren ofrecer la experiencia que siempre acreditaron no tener.
Ahora, aunque el pacto se haya convertido en velo que impide conocer las tropelías y abusos cometidos en contra del erario público, los esbirros de una administración corrupta se ocultan detrás de las reformas a modo de moneda de cambio.
Los pactantes pueden mirar hacia otro lado y estrechar la mano de quienes de sangre o dinero mal habido la tienen embarrada, pero, el mexicano de a pie, sí recuerda uno y mil abusos de los que se fingen redentores de la patria.
Lejos de una comisión de la verdad, se busca simple y llana justicia. De esa que los mexicanos nos enteramos en libros de historia o en series televisivas y no de esa que administran los amigos y parientes de quienes salieron entre rechiflas de Los Pinos.
No de la justicia que preside Roberto Gil, ni de la verdad de última instancia que ofende los más elementales principios del derecho. Que ese personaje encabece la comisión senatorial, es una burla que los mexicanos debemos soportar, porque así lo mandata la tregua.
En esa hiriente realidad que ningún pueblo merece, está la confusión de los términos fiscalizar, auditar y contabilizar.
Fueron los artífices de la simulación los que disfrazaron una costosa y enorme parafernalia contable, conocida como Contaduría Mayor de Hacienda, de órgano fiscalizador. Es iluso pensar que, quien solo esta adiestrado en abonar y cargar, pueda encontrar, y más aún, perseguir exitosamente a quienes han abusado de puestos o cargos públicos.
Con la degradación burocrática no se cumple, es preciso seleccionar con seriedad a quienes combatirán la corrupción. Sí, es evidente que ni la Auditoría Superior, y menos, la Sub-Función Pública, cumplen con el perfil del ambicioso proyecto.