En su extraordinario libro “No pienses en un elefante”, George Lakoff asegura que el lenguaje político tiene el poder de activar estructuras mentales inconscientes que influyen en la opinión y en el comportamiento de las personas, independientemente del cálculo racional de sus intereses. Por eso, cuando en medio de una crisis un gobernante dice “no pienses en un elefante”, lo primero que hacemos es, justamente, pensar en un elefante. El ejemplo clásico es el de Richard Nixon, quien durante su discurso de dimisión afirmó “no soy un delincuente”, confirmando con ello, en la opinión pública, que sí lo era.
Algo similar le ocurrió hace unos días al secretario de Estado norteamericano, Anthony Blinken, cuando en medio de la crisis en Afganistán, aseguró que “esto evidentemente no es Saigón”, en referencia a la derrota sufrida por las tropas norteamericanas en Vietnam, que en 1975 obligó la huida desesperada del personal apostado en aquel país a bordo de helicópteros que despegaron de los techos de las embajadas
En su infructuoso intento por minimizar el tamaño del problema y las consecuencias para la administración del presidente Biden de haber retirado a las fuerzas militares norteamericanas de Afganistán, Blinken cometió el error de poner en la mente de todos “un elefante” que tal vez se hubiera diluido en el mar de imágenes si el secretario de Estado no hubiera tratado de prohibirle a la prensa pensar en ello.
Cuando en la conferencia con los periodistas hizo ese comentario, las imágenes de la evacuación de Kabul comenzaron a tener mucho más sentido. El resultado: un huracán categoría 5 en la escala de “lakoff”, tanto a nivel nacional como internacional, que ha provocado un paralelismo en la opinión pública con lo ocurrido hace 46 años en Vietnam, así como la percepción de que Kabul es el Saigón de Biden.
Más allá de anécdotas y errores “lakoffianos”, lo cierto es que la mayoría de los analistas considera como un grave error de cálculo de la administración de Biden, el haber apoyado una retirada de las tropas estadounidenses y de la OTAN, en un momento claro de fortalecimiento militar del grupo insurgente talibán que, desde mayo que comenzó la retirada, ya controlaba una cuarta parte del territorio afgano.
Es cierto que después de 20 años de presencia militar norteamericana, la unificación y pacificación del país no tuvo éxito y que la prolongación de la estancia norteamericana en Afganistán en nada iba a cambiar el escenario de división y violencia. Desde julio pasado, el presidente Biden aseguró que “lograr la paz y la seguridad en ese país, tendría que ser por cuenta de sus propios habitantes”. Y que, para ello, las autoridades deberían negociar un modus operandi con los talibanes en el marco de las conversaciones de paz en aquel país.
Lo que no se explica es la subestimación del poder real del grupo insurgente que, con mucha rapidez, fue capaz de tomar el control del país y de hacer huir al Gobierno afgano en turno, junto con su aparato de seguridad militar entrenado en Estados Unidos. De acuerdo con un reporte del Wall Street Journal, los empleados de la embajada de EU emitieron una alerta para que el proceso de evacuación iniciara el 1 de agosto —y no hace una semana— para poder garantizar la seguridad de los afganos que durante 20 años colaboraron con el régimen y que hoy, con el arribo del poder talibán, están en grave riesgo.
A reserva de seguir evaluando las repercusiones geopolíticas, es claro que el manejo mediático de esta crisis afgana ha sido muy cuestionable, lo que sin duda tendrá repercusiones políticas importantes al mostrar a Biden como un presidente débil. Más aún si se considera el apoyo que de inmediato recibió el nuevo Gobierno talibán de parte de Rusia y China.