Las guerras, las pandemias, las grandes crisis económicas y los desastres naturales, suelen desencadenar cambios que “aceleran” el curso de la historia. Algunas veces para bien, como en el caso de la peste negra, en el siglo XIV, que rompió con mil años de oscurantismo y dio paso al Renacimiento. Y otras veces no tanto, como en el caso de la Gran Depresión de 1929, que si bien aceleró el surgimiento del Estado de Bienestar, también precipitó el ascenso del fascismo y de los sistemas totalitarios.
El famoso historiador Yuval Noah Harari ha denominado a este tipo de coyunturas como “agujeros de gusano histórico” en los que, tal y como sucede con los fenómenos astrofísicos, las “leyes normales de la historia están suspendidas” y en poco tiempo pueden ocurrir cambios que en condiciones normales tomarían décadas. Pues bien, la pandemia del COVID-19 nos ha hecho entrar, como humanidad, a uno de estos agujeros y, según Harari, “nadie sabe a ciencia cierta qué mundo vamos a tener al salir”.
Hay quienes ven con optimismo el futuro post pandémico. Bill Gates, por ejemplo, cree que la cooperación entre gobiernos, empresas y científicos mostrada durante esta crisis acelerará los esfuerzos de la humanidad para luchar contra el cambio climático. El mismo Harari cree que en lugar de esperar a la siguiente amenaza “el mundo puede optar por prepararse con una mejor educación científica, fortaleciendo a las instituciones independientes”, lo cual implica “abandonar la política de división y adoptar una política de solidaridad”.
No obstante, también hay quienes advierten del riesgo de que esta pandemia exacerbe los nacionalismos y derive en regresiones autoritarias que afecten las libertades democráticas. No olvidemos que esta crisis sanitaria llegó justo en una época marcada por el desencanto democrático, el aumento de la desigualdad y el auge vertiginoso de las tecnologías de la información y la comunicación.
Es cierto que gracias a avances como el reconocimiento facial, la geolocalización en tiempo real y el registro remoto de algunos signos vitales, muchos gobiernos fueron capaces de contener la propagación del virus. También es cierto que la conectividad ha permitido un mayor acceso a la información, ampliando las posibilidades de consulta ciudadana y provocando una mayor inclusión social y una mejor retroalimentación entre gobernantes y ciudadanos.
Pero no podemos negar que el desarrollo tecnológico y la conectividad han planteado nuevos riesgos y amenazas a la convivencia democrática. Es claro que fenómenos como la saturación de información, el excesivo control de los puntos de acceso a la misma, la ausencia de filtros de verificación y la abundancia de fake news, constituyen riesgos crecientes para el debate y la deliberación informada, necesarias en toda democracia —los últimos acontecimientos en Estados Unidos así lo demuestran. El principal temor es que la pandemia abra la posibilidad de que “los tiranos puedan llegar al poder en las democracias”, como dice Harari, y que la tecnología sea utilizada por regímenes autoritarios para controlar a la población.
Yo soy optimista en que la pandemia marcará una nueva era de bienestar y progreso; y que sabremos reinventarnos como sociedad para crear modelos novedosos de convivencia democrática civilizada. Asimismo, estoy convencido de que seremos capaces de procesar la irrupción de las nuevas formas de participación ciudadana propias de la sociedad-red, a partir de alternativas innovadoras de gobernanza y ejercicio de la política.
Ello implica abrazar, como nunca antes, la narrativa de la solidaridad y la cooperación. Porque si realmente queremos orquestar una acción colectiva capaz de aprovechar el momento histórico para consolidar nuestra vida democrática, la principal tarea que tendremos como sociedad será, como dice Gates, “ver por los demás en aras del bienestar de todos”. Sólo así, al salir de este “agujero histórico”, nos encontraremos con un mundo mejor.