Theo Ramos aprendió a cortarse cuando estaba en el quinto grado y su cuerpo parecía rebelarse.
Informarse online fue fácil. Abundan los hashtags como “#cicatrices, “#dolor” y #destrozadoentuinterior”.
Nada parecía tener sentido, pero Theo asimiló todo lo que veía en la web como si fuese una religión. En lo único en que pensaba era en cómo su aspecto exterior –el de una niña– no encajaba con lo que sentía. Eso fue hace seis años, cuando tenía otro nombre y otro género.
Por entonces, Theo sentía que su cuerpo se rebelaba de formas alarmantes. Le empezaron a salir los senos y tuvo su primer período. Se sentía varón, pero todos los meses los calambres le recordaban la realidad.
Pasó a ser una niña en guerra con su propio cuerpo. No conocía palabras como disforia de género o transgénero. Las aprendería más tarde. Más adelante llegaron también los debates públicos, el furor sobre los baños y las discusiones sobre cómo ayudar a los niños que no se sienten bien en los cuerpos que tienen.
“A los diez años, no deberías estar preocupado con lo que eres”, comentó Theo años después. “No deberías tener esas dudas existenciales en quinto grado. Solo deberías preocuparte de hacer tus tareas escolares y del baile de quinto grado”.
Sabía que era distinto a los demás compañeros de su clase. Un día, en el baño de las niñas en su escuela del sur de la Florida, Theo se cortó por primera vez el brazo, usando un sujetapapeles. El brazo empezó a sangrarle y una maestra y una enfermera de la escuela lo atendieron.
La madre de Theo, Lori Ramos, recibió una llamada del director de la escuela, que le dijo que su hijo estaba en un hospital. La mujer salió corriendo a la sala de emergencias. ¿Qué pasó, se cayó, se peleó con alguien, hubo una balacera?
“¿Qué está pasando”, preguntó Ramos a los médicos y al personal de la escuela.
La respuesta la confundió: Su hija le había pedido a la maestra que la llamase por otro nombre y usase otros pronombres. No se sentía normal y quería ser un varón.
Ramos se sintió desconcertada. No había visto indicio alguno de que su hija/o tuviese esos pensamientos. Y eso que ella sabe del tema: como empleada de una clínica para pacientes con VIH, está acostumbrada a lidiar con gays, transgéneros, lesbianas y bisexuales.
Cuando dio a luz en el 2001, en la bañadera de su casa, estaba emocionada. “Tanía mi hijo mayor y ahora una niña. Mi familia estaba completa”, expresó.
Su niña adorada, un rayo de sol. Que ya no estaba llena de luz.
Theo estuvo internado por la fuerza por 72 horas para que los médicos comprobasen si podría hacerse daño a sí mismo o a otros. Pronto los médicos emitieron su diagnóstico: disforia de género, un conflicto entre el físico de una persona y el género asignado por un lado y el género con el que se identifica por el otro.
Una diagnosis, sin embargo, no resuelve el problema ni hace que Theo se sienta mejor. Cuando trató de asumir el aspecto de un varón, todo el mundo se dio cuenta en la escuela. La madre aceptaba la nueva identidad, el padre no y amenazó con renegar de su hijo.
Theo acudió nuevamente a la internet. Y empezó a hacerse cortes en las caderas y los muslos, sus “zonas problemáticas”.
Cuando veía chicos en la red, sentía que sus kilos de más lo hacían ver distinto y no encajaba. Dejó de comer por días o se forzaba a vomitar.
Los cortes y los vómitos no eran tan dolorosos. Más bien, le permitían aliviar el estrés, era una forma de manifestar a través del dolor lo que sentía adentro suyo. “Sabía que no estaba bien, que el cuerpo que tenía no debía ser así”.
Pequeñas agresiones en la escuela dieron paso al bullying. Otros chicos le preguntaban qué había debajo de esos pantalones, si tenía un pene, si se los podía mostrar. Theo empezó a faltar a clases. Un terapeuta le diagnosticó una depresión y un trastorno de ansiedad.
Si pudiese pasar a ser un hombre mediante una terapia de hormonas, pensó Theo, eso resolvería todos sus problemas.
“Cada vez que me asignan el género equivocado es como si me estrujasen el corazón y se pusiese cada vez más tenso”, comentó. “Nunca me sentí bien cuando me identificaban como mujer, siempre me sentí incómodo y me dolía”.
La terapia hormonal para los niños transgénero es una práctica reciente y controversial. No se la ha estudiado a fondo. La noción de que un niño puede ser transgénero empezó a ser discutida hace poco; hasta ahora era algo que se ocultaba y se ignoraba. En Estados Unidos, a título de ejemplo, hay unos 150.000 adolescentes que se identifican como transgénero, de acuerdo con un estudio de este año del Instituto Williams de la Facultad de Leyes de UCLA. Aproximadamente 1.400.000 adultos estadounidenses se identifican como transgéneros.
Los médicos han producido unos protocolos para niños y adolescentes. Recomiendan que algunos menores con disforia de género dejen en suspenso su pubertad con hormonas bloqueadoras hasta que estén seguros de si quieren vivir con un género distinto. Pero el menor no debe hacer llegado a la pubertad. Y ya era muy tarde cuando Theo y sus padres se enteraron de esta opción.
Theo podía tomar testosterona, pero primero se recomendaron rigurosas sesiones de terapia. Esto le molestó a Theo: ¿Por qué no puede pasar a ser un varón de inmediato?
Los expertos dicen que la impaciencia es algo normal. Los menores transgéneros quieren iniciar la transición y cualquier demora los frustra.
Los médicos dicen que avanzar con cautela al tratar a trans adolescentes es vital para su bienestar físico y emocional. Y señalan que si a los 16 años todavía sienten que nacieron con el género equivocado, entonces ese deseo será permanente.
Theo insistió en que la testosterona podría ayudarlo a sentirse mejor. “Si pudiese empezar la terapia, sabría que estoy encaminado a ser la persona que debo ser”.
Sus padres, sin embargo, temían por sus efectos.
Si bien Theo quería empezar el tratamiento con testosterona, su ansiedad a veces hacía que se cuestionasen sus deseos. Eso pasó a ser un tema de discusión cotidiano entre Theo y su madre.
“Estoy nervioso”, expresó Theo en la primavera del 2016. Tenía 14 años. “¿Qué pasa si cambio de parecer?”.
“Sí, ¿qué pasa?”, le respondió la madre.
“Puedo frenar todo”, señaló Theo.
La madre sacudió su cabeza. “No. Los cambios son permanentes”.