Carla Butcher se unió a la Marina a los pocos días del 11 de septiembre y fue enviada a Malta.
Durante sus primeras horas ahí, fue violada por un compañero de la Marina.
Los siguientes cuatro años de su servicio los pasó luchando con el estrés postraumático y con un sistema de justicia militar que parecía demostrar que ella era, en parte, culpable.
Pero resulta que el hombre al que Carla había denunciado ya había sido acusado por otras dos mujeres militares.
Una de ellas regresó a su casa justo dos semanas antes de que Butcher llegara. La otra, dijo Carla, se había suicidado.
Sin embargo, en virtud de la política del “no preguntes, no digas”, Carla no podía ni refutar al abogado defensor de la mujer que se levantó en el juicio del marino acusado y la describió a ella como alguien “en tacones de 10 centímetros y los pantalones ajustados que la solicitaran”.
“Tengo que aguantar, porque si yo hubiera dicho que yo ni siquiera duermo con hombres, pues soy lesbiana, yo soy la que habría estado fuera con deshonor”, dijo Butcher.
Al final, creyeron el argumento de que el sexo se había consensuado y el acusado quedó libre.
Mientras, la carrera militar de Carla terminó antes de empezar.
Pero la cosa se pone peor.
Un martes el salón de un hotel en Washington estaba lleno de mujeres como Butcher, quien a los 35 años está de vuelta en la universidad y contrajo matrimonio con una mujer ministra.
Son mujeres de diversas razas, edades, antecedentes y apariencias pero con dos cosas en común: todas, las 250, venían del Servicio de Red de Mujeres en Acción (SWAN) y sirvieron en el ejército de Estados Unidos.
Todas, además, reportaron que habían sido violadas en el proceso –y no por el enemigo de EU–, sino por marinos y soldados, americanos con los que se suponía que iban a luchar contra “los malos”.
El problema es una vergüenza.
El Pentágono calcula que hubo 19 mil agresiones sexuales en el último año, aunque solo se informó oficialmente de 3 mil 192.
En un año típico, menos de 500 casos fueron llevados a juicio, y menos de la mitad de estos concluyeron en condenas.
Es más, a una tercera parte de los condenados, según dijo el director de la política de SWAN, Greg Jacob, se les permitió continuar en el Servicio.
El caso de Joanna Wood
La primera vez que Joanna Wood, de 25 años, de San Angelo, Texas, reportó que había sido violada –también durante su primer día en el buque, en Norfolk, hace cinco años– su superior (del sexo femenino) le dijo que debería confiárselo a un sacerdote, porque no había nada que hacer.
Dos años después, un compañero de trabajo y antiguo novio de Wood, recreó el ataque original, que ella le había contado a él en detalle.
Pero este caso fue la gota que colmó el vaso. “Me diagnosticaron trastorno de ansiedad y me expulsaron”, dijo Wood. Después de su expulsión de la Armada en 2010 se convirtió en poco tiempo en una persona sin hogar.
No es solo asunto del sexo femenino
En el evento de SWAN, estuvieron algunos hombres que también fueron agredidos sexualmente en el servicio.
Uno de ellos fue David Mair, un veterano de la Fuerza Aérea de Redding, California, quien fue violado en Japón en 1962 y nunca se lo había contado a nadie, hasta hace dos años. Incluso entonces, le tomó tiempo entrar en el tratamiento médico para Veteranos.
“Yo, literalmente, tenía una pistola en la cabeza”, dijo Mair. El primer médico que lo atendió advirtió que él no creía en el síndrome de estrés postraumático.
Esto sucedió seis meses antes de que Mair finalmente viera a un terapeuta.
¿Por qué Mair cruzó el país para discutir un ataque que había sucedido hace 40 años?
Porque él puede hacerlo ahora, aunque su esposa y sus familiares ya no vayan a saberlo nunca y aunque algunos amigos han salido de puntillas fuera de su vida desde que lo supieron.
Decir la verdad sobre acontecimientos del pasado y de un mundo lejano es un alivio para muchos.
El decir estas historias de horror fue un gran paso para muchos de los que estaban en silencio. Al parecer el Congreso y el Departamento de Defensa finalmente han comenzado a abordar lo que el ejército ha escondido.
Fuente: The Washington Post.