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Los niños del encierro

Mateo tiene apenas tres años y vive preso. Él no nació libre. 

La primera luz que vio fue la de la cárcel de “Mil cumbres”, en Morelia, donde su madre ya cumple casi cuatro años recluida, acusada del delito de secuestro. 

Él no sabe lo que es la libertad. En el día se entretiene jugando en la estancia infantil, pero las noches son largas y llora incansable.

A Elida Cecilia se le rompe el corazón cuando le dice a su hijo que no puede abrir la reja para ir al patio a jugar. Finalmente, el cansancio del llanto lo hace quedarse dormido. 

Algunas reclusas han recurrido al embarazo como medida para evitar su traslado a cárceles federales, en las que no se permiten niños
"Los primeros años de vida en el menor son esenciales, por lo que yo considero que ningún programa, por eficiente que sea, puede revertir esa vivencia”
Cecilia Renteríapsicóloga
El derecho de las madres internas de permanecer con su hijo sólo es reconocido en las cárceles estatales
En México hay 428 mujeres que pagan su condena en cárcel y mantienen viviendo con ellas a sus hijos menores de cuatro años, edad límite
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Mateo tiene apenas tres años y vive preso. Él no nació libre. 

La primera luz que vio fue la de la cárcel de “Mil cumbres”, en Morelia, donde su madre ya cumple casi cuatro años recluida, acusada del delito de secuestro. 

Él no sabe lo que es la libertad. En el día se entretiene jugando en la estancia infantil, pero las noches son largas y llora incansable.

A Elida Cecilia se le rompe el corazón cuando le dice a su hijo que no puede abrir la reja para ir al patio a jugar. Finalmente, el cansancio del llanto lo hace quedarse dormido. 

Con el niño apretado a sus brazos brotan los dos grandes anhelos de la madre: que su hijo un día sea abogado y que muy pronto pueda conocer la libertad.

En las condiciones que afronta Mateo, actualmente existen otros 428 niños que están creciendo en el encierro de las cuatro paredes de cárceles de mediana y mínima seguridad en todo el país, pagando como único delito ser hijos de una madre presa, de lo que ellos no tuvieron ninguna culpa. 

Sólo en la cárcel de Morelia hay 109 internas, de las que 11 de ellas viven con sus hijos porque no tienen la posibilidad, y a veces no quieren, mandarlos al exterior. 

Las presas son la única sociedad con la que los niños tienen contacto, en ellas ven a la comunidad con la que piensan que deben de crecer. Piensan que es normal ser encerrados en una celda todos los días antes de dormir, dice la encargada del programa de apoyo a menores en prisión, Evelyn Trasviña.

“Vivir presa es un drama, pero ver a un niño tras las rejas, es un calvario”, dice Elida Cecilia.

Es una doble sentencia la que viven las mujeres recluidas que se ven en la necesidad de tener a sus hijos a su lado en la cárcel, a veces porque ellos les representan algo de fortaleza, a veces porque no hay a quien encargarlos.

La mayor parte de las internas que tienen a sus hijos en prisión es porque son un soporte emocional, que de alguna forma les ayuda a mitigar el dolor del encierro. 

Ven la llegada de sus hijos en cautiverio como un mensaje divino que les reclama valor y fortaleza para remontar la condición en la que cayeron, explica Jorge Alejandro Montiel Villaseñor, subsecretario de Prevención y Reinserción del gobierno de Michoacán.

El drama de los niños presos es una realidad en nuestro país. En México son 428 madres las que en distintas cárceles viven con sus hijos. La legislación penitenciaria reconoce como un beneficio para las internas el poder tener a sus hijos de menos de cuatro años en sus celdas, pero para los niños es una condena injusta tener que vivir sus primeros días en prisión.

El derecho de una madre interna para vivir con hijos dentro de prisión sólo es reconocido en prisiones estatales. 

En el sistema carcelario federal no se permite la presencia de niños, por eso algunas internas han recurrido al embarazo dentro de prisión estando en una cárcel estatal, para evitar el traslado a una prisión federal de máxima seguridad.

La marca de ser hijo de la cárcel

El estigma de vivir los primeros años en la cárcel es algo que no se puede superar nunca. 

Rodrigo, un estudiante de preparatoria, que hace 12 años estuvo viviendo en prisión, al lado de su madre acusada de homicidio con condena de 35 años, reconoce que esa experiencia le marcó la vida. Aun en libertad, no se siente libre. 

“Algo de mí se quedó en la cárcel, porque cuando visito a mi mama, siento que ese es mi hogar. Allí están mis primeros recuerdos y eso me pone triste”, cuenta Rodrigo.

Para él la vida no ha sido fácil. Cuando a los cuatro años tuvo que dejar la prisión, luego de haber nacido y vivido sus primeros años dentro de la cárcel, no lo aceptaron en cualquier escuela. 

Su abuela rogó para que lo recibieran en el jardín de niños. Cuando entró en la primaria el caso no fue distinto. Sus compañeros le apodaron “el preso” y nadie quiso hacer junta con él. 

Hoy estudia el bachillerato, pero su apodo es un fantasma que lo persigue para recordarle dónde fueron sus primeros días de infancia.

Algunos gobiernos estatales tienen programas para brindar la posibilidad de un adecuado desarrollo emocional del menor, pero es poco lo que se puede hacer contra lo que forja la cárcel en el pensamiento de los niños. 

“Los primeros años de vida en el menor son esenciales, por lo que yo considero que ningún programa, por eficiente que sea, puede revertir esa vivencia”, explica la psicóloga Cecilia Rentería.

De las 74 cárceles de México en donde están recluidas mujeres con sus hijos, solamente en 21 de ellas cuentan con programa de guardería, en las otras 53 no existe ningún programa institucional para atender las necesidades del pequeño, dejando toda la responsabilidad de su formación a la madre y sus compañeras de celda.

Michoacán es uno de los pocos estados que ha logrado oficializar un programa de asistencia infantil en la cárcel, que está a cargo de Jorge Alejandro Montiel Villaseñor, subsecretario de Prevención y Reinserción, mediante el cual las madres internas observan que sus hijos pueden crecer lo más cercano a la libertad.

Ángeles al vuelo

Mateo es inquieto. Se despierta todos los días antes del pase de lista. Saluda a la oficial que hace el recuento de las presas. El instinto de mujer le gana a la custodia y no se va de la celda sin hacer una caricia al chiquillo. 

Él le dice tía y ella lo siente como de su sangre. A veces la custodia saca de la bolsa un caramelo y se lo entrega a hurtadillas, con la advertencia de que lo coma luego del desayuno.

Es un niño con un desarrollo normal, dice su madre, pero a veces se asusta con algunos sonidos que no sabe de dónde provienen. Él no conoce a los perros, por eso ella intenta explicarle –cuando están en la celda- que los ladridos nocturnos a lo lejos son de un animal. Le duele que lo asusten los miedos externos, pero espera que pronto pueda superar ese miedo.

Todos los días hábiles, de 9 de la mañana a 2 de la tarde, Mateo va a la estancia infantil. Se monta en un triciclo y pedalea sin ir a ningún lado. Tiene buen apetito y ya reconoce lo colores. Su madre suelta el llanto cada vez que el niño le pregunta porqué siempre está vestida del mismo color gris, del uniforme carcelario.

En la estancia Ángeles al Vuelo de la cárcel de Morelia, los niños presos apenas sienten una pincelada de libertad. 

Aunque las custodias los miran con amor, no deja de imponerse la disciplina penitenciaria: hay un horario para jugar, otro para comer, otro para dormir y otro para estudiar. Los niños no entienden de órdenes, pero poco a poco se van adaptando a las instrucciones.

El negro del uniforme con el que visten las custodias es sinónimo de autoridad. Sólo atienden instrucciones de quien vista de negro. Por eso a veces, en su inocente desenfreno infantil, el pantalón de mezclilla de la maestra Evelyn no les representa ninguna autoridad y la ignoran en su insistencia para que los niños guarden compostura.

Doble sentencia

Marcela tiene 21 años de edad y tiene casi 2 años presa. Su hijo Ángel Said tiene apenas 9 meses y ya comienza a caminar. Ella está procesada, al igual que su esposo, por el delito de portación de arma de fuego. 

Está a la espera de su sentencia, pero le atormenta pensar que su estancia se pueda prolongar más allá de los cuatro años que puede tener a su hijo con ella.

Sería un dolor muy fuerte –dice- si le llegan a quitar a su hijo. Sería como recibir otra sentencia. No quiere separarse de su hijo porque él le representa una señal de Dios para soportar la estancia dentro de prisión. 

“Sólo de pensar que me arranquen a mi hijo, es algo que me pone muy triste. Eso nadie lo entiende, sólo una madre lo puede comprender”.

Quiere que su hijo de grande sea ingeniero, pero por el momento se conforma con que conozca a su padre. 

El esposo de Marcela también está preso. Ni siquiera se conocen en fotografías porque ella no tiene la posibilidad de sacar a su hijo de prisión para que le tomen una foto y se la hagan llegar a su padre. Y mucho menos el padre puede ir a conocer al bebé.

El mayor deseo que tiene Marcela es que su hijo pueda conocer la calle. Ni siquiera lo ha podido llevar a completar su esquema de vacunación, porque no cuenta con el apoyo de su familia ni de la de su esposo. 

A ella le gustaría que su mamá lo llevara a casa a reunirse con sus otros dos hijos, Bryan y Érick, a los que les ha dicho que está trabajando dentro de la cárcel, para evitarles el dolor de saberla presa.

Dice que no es vida estar en la cárcel, no tanto por su propia privación de la libertad, sino por el estrés que le nota a su hijo. Todos los días la consume la angustia de ver crecer a su hijo detrás de las rejas. 

Cambiaría todo –insiste- por asegurarle la inmediata libertad a su bebé, pero eso es algo que sólo el tiempo dirá. 

Un bálsamo para el alma

Mariela tiene 25 años de edad y esta sentenciada a otros 25 de prisión. Un juez la encontró responsable de homicidio, en un proceso –que dice ella- estuvo lleno de irregularidades. 

“Es algo que no se le desea a nadie, pero me tocó vivirlo”, detalla. 

Ya no tenía esperanzas para vivir, pero le nació Édgar. Fue el motivo que la mantuvo en pie, en los días negros posteriores a la sentencia.

El nacimiento de su hijo, dice Mariela, ha sido como un bálsamo para el alma. Con apenas dos años y 3 meses de edad, el niño la ha movido a ser mejor persona. 

Ahora asiste al taller de costura para trabajar. Por las tardes se dedica a lavar la ropa de otras internas, las que le pagan un peso por cada prenda limpia. También va a las sesiones de Alcohólicos Anónimos y se ha alejado de los pleitos carcelarios.

La llegada de Édgar le ha hecho la vida más fácil a Mariela. Tiene esperanza de que en la apelación el magistrado que ya conoce su caso pueda revocar la sentencia, o por lo menos que le repongan el proceso. 

De cualquier forma ella no se ha dejado comer por la cárcel. La necesidad de darle una vida mejor la mueve a acudir a la escuela y ser bien portada, para buscar beneficios de ley.

Dice que ese hijo también la ha acercado más a su esposo, quien se encuentra en libertad y acude a verla cada día de visita. 

Desde que nació su hijo, Mariela dejó de ver como enemigas a las custodias, ahora hasta se da la posibilidad de saludar con una sonrisa a la jefa de custodias del penal. 

Teresa Equihua Maya tiene a su cargo la seguridad de esa cárcel y siempre responde al saludo de Mariela preguntando por el estado de salud de Édgar.

No deja de mostrar su solidaridad de mujer haciéndole recomendaciones como que abrigue bien al niño y que le avise si Édgar requiere algo.

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